martes, 24 de abril de 2012

Dulce tristura


La melancolía es una dulce tristura. Así la definía un autor mejicano cuyo nombre no recuerdo en un libro sobre los sentimientos. Dulce tristura: se me quedó gravado para siempre. Un sentimiento, por así decirlo, esquizofrenizante. Placer y sufrimiento en el mismo plato. 


El caso es que hay que ver cómo gusta ese condimento. Como el agridulce de la cocina china. También eso tan guarro que llaman disciplina inglesa: el inaudito goce por los latigazos recibidos de manos de una estricta gobernanta. Cosas, en fin, de la condición humana para las que ni siquiera un psicoanalista bonaerense podría encontrar explicación, aunque, eso sí, callado no se iba a quedar. 


Dulzura por lo que fuimos, tristeza por la que ya no somos. Ahí tienen el columpio en el que se mece media Europa. Francia, España, Inglaterra, Portugal, Italia, Grecia. Unos en mayor medida que otros, pero todos con similar parálisis. El horrible precio a pagar por haber venido a menos. Todo el día oyendo a mamá contar historias de cuando los abuelos. Aquellos sí que fueron buenos tiempos. 


Lo malo es que la melancolía es un mal que cuando pica no se encuentra remedio en la botica. Lo mismo que el amor. Porque, en realidad, si bien se mira, la melancolía no es otra cosa que amor al propio ombligo. Ese ombligo que te modelaron los papás, los abuelitos y las tías solteras. El principito de la casa. ¿Qué quieres monín? Pide por esa boca. 


Me vienen a las mientes estas reflexiones a propósito de todo ese agobio informativo sobre las elecciones que están teniendo lugar en Francia. Francia que fue, pero ya no es. No vende y como quiere seguir viviendo como cuando vendía se le acumulan las deudas. Deudas, por supuesto, contraídas con los nuevos ricos. Los parvenus como dicen ellos con esos juegos del lenguaje para los que no tienen rival. O sea, deudas y parvenus, pagar las unas, poner a parir a los otros. ¿Cuál escogemos? Bien, de momento gana por goleada la segunda opción. Es la que han preferido todos los candidatos sin excepción. ¡Faltaría más! A los niños de papá no se les va a llevar ningún sacauntos: en eso han consistido los programas de todos los partidos. 


Efectivamente es una mala herencia la que reciben los que tuvieron abuelos ricos y padres ajustadillos.      Sí, suelen heredar un podrido capital de rencores y envidias hacia los que son como suponen que fueron sus abuelos, excepción hecha, claro está de "la clase", ese intangible que conservamos intacto.  
Un consuelo del que no nos cansamos de echar mano para no hundirnos cuando nos toca compararnos. ¡Los putos americanos! Unos zafios, incultos, que si no fuese por lo que es no les volvíamos a besar el culo en la vida. Bueno, ahora les empieza a tocar el turno a los chinos. Y, pour quoi pas, a los alemanes. Porque los alemanes nunca tuvieron un imperio. Nunca fueron nada. Y ahora nos quieren dar lecciones sobre cómo cuadrar las cuentas. ¡Son unos nazis! 


Así va el mundo, impulsado por la euforia de los que suben y frenado por la melancolía de los que descienden. Por eso supongo que será que siempre gira a la misma velocidad. 











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