sábado, 21 de abril de 2012

Con el cuevanuco atrás.


Ellos le dicen cultura. Concretamente, "nuestra cultura". Una cosa, así, como para andar por casa, que ya se sabe que como en casa de uno no se está en ningún sitio. 


Cuando era niño solía ver aparcados en el pasillo de la entrada, entre el despacho y la sala de espera, un par de cuévanos-cuna como el que lleva ese cielo de niña, de nombre Yanire, la princesa de la casa que acaba de cumplir dos añitos. Mis hermanos y yo pasábamos por allí cuando veníamos de nuestros juegos y lo que más nos impresionaba era el olor a boñiga que todo lo invadía. Afortunadamente, entre aquel pasillo y el resto de la casa había una bonita puerta batiente con cristales de colores que impedía, al menos en parte, la difusión del perfume. 


Yo no sé si los papás de Yanire en su afán de preservar "nuestra cultura" en su más genuino sentido habrán sabido embadurnar convenientemente los atavíos de la niña con el correspondiente olor, porque, de no ser así, se lo digo, ni cultura ni leches, simple mixtificación para gente con tragaderas. 


Efectivamente, viendo a Yanire me recuerdo de aquellas fornidas mujeres que se las arreglaban como mejor podían para llevar  a sus bebés al médico. Bajaban desde sus cabañas de las cabeceras por trochas impracticables con todo aquel peso a las espaldas. Era una forma de vida primitiva, producto mayormente de la desidia. Por no querer esforzarse con la mente como cada día hacía más gente de su entorno se veían abocados a esforzarse con el cuerpo hasta límites sobrehumanos. 


Una metáfora como tantas otras de la vida en general. Lo que te ahorras en duelos te lo gastas en quebrantos. Si no cultivas la cabeza necesitarás pies y brazos amén de anchas espaldas para soportar latigazos que es, o sea, lo que vienen a exaltar todas las "nuestras culturas" del mundo. La esclavitud, mayormente. 


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