viernes, 20 de enero de 2012

Derecho de corrección



Una familia va a la playa. Lo más normal del mundo. Casi una obligación. Las neveras bajo la sombrilla, las toballas extendidas, las sillas y tal, todo en orden, el niño se va por ahí a dar una vuelta. Lo propio en estos casos. Regresa al cabo de un rato y dice a la vez que muestra unas conchas: "mira lo que he encontrado, papá". El padre, entonces, va y le pega dos tortas. "¿Por qué me pegas si no he hecho nada?, protesta el niño. "Pues para cuando lo hagas", le contesta el padre de no muy buenas pulgas.


Bien, pues si algún justiciero hubiese presenciado la escena e, incluso, grabado, y quisiera poner al padre en un aprieto, lo tendría difícil porque existe una figura jurídica llamada "derecho de corrección".


Dos tortas sin cardenales, "derecho de corrección". Dos tortas con cardenales, "violencia domestica". Y de "género", supongo, si en vez de niño es niña.


A mí me parece muy bien que nuestros políticos y políticas legislen de forma y manera que hasta las ventosidades tengan especificación precisa en el código penal. Porque nunca se sabe. Acuérdense de aquel luctuoso suceso narrado magistralmente por Flavio Josefo, en el que el cuesco soltado a destiempo por un judío fue causa eficiente de más de treinta mil muertes.


Bueno, el caso es que un padre que tenía la custodia compartida estaba esperando la llegada de su hijo a la hora convenida. El niño se retrasó veinte minutos. El padre se desquitó. Dos tortas y al suelo. Dos patadas en el pecho para rematar el "derecho de corrección". Ahora la cosa está en los tribunales. No por nada si no porque el mentado derecho de corrección le procuró al niño dos hermosos cardenales en el pecho. El juez decidirá.


Sí, desde luego, nadie va a negar ahora que hay padres que suelen tener malos días. Incluso demasiados malos días. Pero también reconocerán conmigo que hay niños, muchos niños, que son para echarlos de comer aparte. Me lo confirmó ayer mi vecino del tercero. Estaba yo en el garaje sacando del coche todo lo que había comprado en Carrefour. Suddenly, un perro, de raza dálmata creo, se puso a ladrarme como un poseso a menos de medio metro. Se lo recriminé al dueño. ¡No pasa nada! Los ladridos son como el llanto de un niño, dijo el tipo con una entonación que no dejaba lugar a dudas de lo imbécil que me consideraba. Hubo un pequeño rifirrafe y al final dije: sí, pero los perros muerden. Entonces él, sin cortarse un pelo, respondió: también los niños muerden... y mucho más que los perros. Reconozco que aunque hubiese querido no hubiera podido darle adecuada respuesta.


En fin, ni que decir tiene que la pequeña anécdota me dio en qué pensar. Claro, me decía mientras subía en el ascensor, eso explica muchas cosas. La proliferación de los perros y el bajo índice de natalidad, entre otras. Quizá, una vacuna antirrábica para los niños... no sé, pero a este paso ni pensiones, ni leches.

7 comentarios:

  1. Hay cosas mucho peores que pegar a los hijos. A muchos de los que ahora somos mayores o muy mayores nos calentaron bien el trasero durante la infancia, pero sentíamos a nuestros padres de nuestro lado, es decir casi siempre nos sentíamos queridos y apoyados cuando las cosas iban mal,debe ser difícil legislar sobre donde acaba el golpe como corrector y donde empieza la verdadera violencia.
    Los perros ocasionalmente muerden pero también resulta complicado diferenciar la lógica necesidad de limitar la cantidad de estos animales y sus consecuentes molestias a la ciudadanía y por otro lado la fobia y el miedo patológico a los perros por vete tu a saber que miedos atávicos.
    Respecto a las pensiones, ya que le gusta tanto el cine le recomiendo que vea Soylent Green, no es una gran película pero ofrece opciones.

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  2. Sí, supongo que utilizar la violencia contra los más débiles es algo así como una válvula de seguridad por donde se alivia la presión interior. Ese padre que pateó a su hijo debía estar con los acreedores pisándole los talones o cosa por el estilo.

    En lo que respecta a los perros, comprendo que a algunos les parezca que les tengo antipatía, pero nada menos cierto. En todo caso a sus dueños. En cualquier caso, no más que la que le tengo al resto de los animales, incluidos los que marchan a dos patas. Pero es que lo de los perros lo considero salido de madre. Además, por profesión, y por la de mi padre, he sido testigo de centenares de desaguisados, todos ellos incomprensibles para sus dueños, claro está, que le adoraban. Desgarros que tardan meses en curar. Sueros antirrábicos que dejan el abdomen como un saco de patatas. Y, también, el montón de horas pasadas en el quirófano ayudando a quitar quistes hidatídicos. Por no hablar de las horas de sueño, o descanso, o lectura, que me han robado con sus ladridos. En cualquier caso, que desagradable ir a una casa y que te reciba un chucho enseñándote los dientes. Me parece una imagen perfecta de la agresividad que se le debe de suponer a su dueño. No, no les tengo fobia, simplemente considero que el uso que se hace de ellos es una prueba fehaciente de falta de civismo.

    Conozco Soylen Green. No me parece mala idea. Acaso cambiaría el paisaje campestre por uno de la Gran Vía o Quinta avenida.

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  3. Eso de que tiene antipatía a todos los animales, incluidos a los humanos, parece bastante cierto.

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  4. P.: nunca te he contado que, cuando era un adolescente y tenía la mala costumbre de hacer deporte, cierta mañana, corriendo por la vera del Tormes, en la orilla opuesta del barrio de Jacobo, cerca de la vía y puente del tren, atacóme una galga y mordióme en la cara opuesta de la rodilla, o corva. Los laceros municipales, un rato después, no encontraron cánido alguno, por lo que durante unos días anduve deshojando temblorosamente la margarita sobre si pincharme o no la antirrábica en la pared abdominal, en catorce dosis de extracto de líquido cefalorraquídeo de rata. El delegado de Salud de la provincia me aseguró que no había rabia en muchos cientos de kilómetros a la redonda, por lo que finalmente me ahorré el duro trance que tú mejor que yo conoces.
    Aun conservo el chándal con los estigmas del percance.
    JP.

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  5. Desde luego que es mala la costumbre de hacer deporte, sobre todo por la mañana. Un sacrilegio, diría yo, utilizar la vera del Tormes para tan prosaicos menesteres. Por allí se debe ir meditando o peripateticando.

    Lo de las inyecciones, no veas la grima que da. Cuando vas por la diez o así, ya no encuentras sitio donde pinchar. Se pone todo duro como la piedra. Sin duda el Delegado de Salud fue valiente. Hoy con eso que se ha dado en llamar la judicialización de la medicina, no creo que hubieses dado con un solo médico que te hubiera exonerado de cumplir el tormento.

    Conserva el chándal, no sea que algún día lo tengas que utilizar como carga de la prueba.

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  6. Pues en esa zona del Tormes lo que abundaban, aparte de los galgos de los gitanos, eran las parejas en coyunda, una de las cuales me vi en la precisión de sobrevolar de un salto durante otro de mis entrenamientos fluviales: si no hubiera estado ágil de cuerpo y mente les habría interrumpido el coito involuntaria y abruptamente y tornado en agresión circunstancialmente sexual, pues a los amantes no les ocurrió mejor lugar y postura que atravesarse en el camino. Conclusión: o corres o te corres.
    JP.

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  7. Vive Dios, que fue esa circunstancia adversa. Pero hay que comprender que determinadas urgencias no pueden ser sometidas a las leyes de la física y el cálculo. Hay que conformarse a las de la biología.

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