miércoles, 18 de enero de 2012

De sentido común


El tiempo me ha dado la razón. No es ningún consuelo, pero sí un alivio, no por nada si no porque muchas veces tenía la sensación de que los que me escuchaban me tomaban por loco, o resentido, o, incluso, reaccionario. Hoy, ya no digo nada porque hasta los más recalcitrantes otorgan al callar cuando se señala hacia la hecatombe. Sí, la sanidad pública está en ruina porque ese el destino de todo lo que se rige por las reglas del populismo: derechos ilimitados, deberes inexistentes. 


Todo el mundo tiene derecho a la salud, dice nuestra Constitución. Y todo el mundo se lo tomó al pie de letra. Y los que más los que se pasaban media vida fumando cigarrillos junto a la barra de un bar. O comiendo sin parar chuletones los fines de semana. O sin apearse del coche ni para cagar. O un millón más de conductas viciosas y altamente lesivas para ellos y la comunidad. 


Yo, claro, ya digo, lo veía venir, lo cual nada tiene de extraordinario porque he sido un testigo excepcional de todo el auge y caída del sueño igualitario a efectos de salud. En el año 68 del siglo pasado entré como médico interno aspirante a "especialista Mike" en la Fundación Valdecilla. En aquel hospital lo único que fallaba era la escasa actualización de conocimientos por parte de los jefes de servicio. Por lo demás, creo que era un sorprendente modelo de eficacia que debiera ser estudiado en todas las escuelas de gestión hospitalaria. La medicina que allí se hacía, desde luego, era obsoleta, pero considerada en función de sus costes era una verdadera bicoca. Porque allí se curaba mucha gente sin para ello tener que saquear los bolsillos del humilde contribuyente. Luego, por supuesto, se echaban en falta medios y saberes que hubiesen sido decisivos en momentos puntuales. 


De Valdecilla pase a un hospital para mineros en Oviedo. Aquel hospital era otra cosa. Decían que era el pago que se había dado a los sindicatos mineros a cambio de su silencio, pero no sé, porque durante el tiempo que estuve en Asturias los sindicatos no pararon de meter bulla. El caso es que estaba muy dotado de material y sabiduría. Mi jefe, venido de un hospital holandés, era un prodigio de conocimientos mezclados con sentido común. Nunca le vi desperdiciar una peseta. Por lo demás, el régimen allí era de tipo americano. Sesiones clínicas, investigación, cursos... sobre todo recuerdo una sesión semanal a las ocho de la mañana en la que se evaluaba la necesidad o no de realizar todas las pruebas diagnósticas especiales que habían sido solicitadas por los médicos de la plantilla. Unas se aceptaban y otras se rechazaban. Se tenía en cuenta el coste, la oportunidad y el riesgo. Aquello era muy interesante y también digno de ser estudiado en las escuelas de gestión. 


Volví en los setenta a un Valdecilla renovado, pletórico de recursos y conocimientos. Y escaso sentido común, quizá. Había mucho, allí, de eso que se conoce como tics de nuevo rico. Almacenes rebosantes de aparatos que no se sabía cómo utilizar. Y cosas por el estilo. Y venga a engrosar las plantillas. En aquellos tiempos, de crisis también, parecía que la sanidad pública tenía encomendada, entre otras tareas, la de disminuir las cifras del paro. Y así fue que, desde aquella refundación, siempre hubo junto a magníficos profesionales de todos los estamentos un verdadero ejercito de parásitos, rascándose las bolas ellos y la cona ellas. Es arriesgado decirlo, pero me importa un bledo. 


De tal manera que, de aquí para allá, llegué a mi último destino, en el Hospital Universitario de Salamanca. Nada menos. No lo podía soportar. Me producía náuseas y taquicardias el deambular por sus pasillos. No digo ya, entrar en las habitaciones. Estaba en un servicio en el que eramos nueve especialistas para dar servicio a nueve camas y unas consultas de tres al cuarto. Así que una de dos, o se inventaba el trabajo o se hacía manifiesta la desnudez. No, desde luego, mejor inventarse el trabajo. Agarrar a los enfermos, crónicos en su inmensa mayoría, y someterles a todo tipo de pruebas habidas y por haber. Como la mayoría no tenían justificación posible se recurría a la coartada de la investigación científica siempre, todo hay que decirlo, financiada desinteresadamente por algún laboratorio farmacéutico. Luego, para redondear y hacer los pasillos transitables, esos mismos laboratorios se encargaban de mantener a parte de la plantilla de viaje por el extranjero, de congreso en congreso... y por  la noche al Tropicana para desengrasar. 


¿Y los recursos para todo eso? Nunca escuché una sola reflexión acerca de ello. Pero hay ahí material para escribir un libro de terror.  


Mientras tanto, la realidad fuera del gueto no era tan bonita. El ciudadano de a pie tenía que soportar unas listas de espera de meses y años para las patologías más comunes. Hernias, cataratas, cosas así que no te matan, pero hacen que la vida sea miserable. ¿Por qué esas esperas con todos esos ejércitos de cirujanos en los hospitales? Bueno, todo el mundo sabe de qué va la cosa y no voy a entrar en detalles. El caso es que buena parte de la población supo a su debido tiempo como sortear la injusta realidad: pagándose una mutua. Y así, gracias a ese aliviadero más o menos espontáneo, ha sido que la sanidad pública no ha quebrado antes. Pero todo tiene un límite. La estulticia, también. Y las aguas siempre pugnan por volver a su cauce primitivo. O sea, que es impepinable que todo régimen de derechos sólo se puede mantener si es financiado por otro de deberes. Y que caiga quien tenga que caer. 

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