domingo, 13 de noviembre de 2011

El chico interesante

Hace una tarde premonitoria, dijo entonces Matías Prat Senior con su habitual prosodia de tipo épico, como de ir a por todas. Nunca logré saber de qué iba a ser premonitoria aquella tarde, pero eso a quién le podía importar. Matías no recitaba para los cuatro desgraciados que habíamos estudiado un poco de propedéutica, él lanzaba sus hiperbatones, ditirambos, epanadiplosis y paranomasias para macizar a las masas antes de camuflar unos cuantos anzuelos ideológicos.

Macizar, es decir, atraer a la masa con el engaño de la superabundancia. Masa, lo que corre detrás de cualquier cosa que se mueve, en este caso el macizo.

Pero,como les decía, los que hemos estudiado propedéutica sabemos algo acerca de los signos, de su importancia o irrelevancia, si son premonitorios de algo o simple amago de nada.

Signos, o sintómas, premonitorios. Es difícil que no se den días, meses, incluso años, antes de que la enfermedad se manifieste con toda su tiranía. Y por eso es que sea tan importante saber detectarlos cuanto antes, porque, aunque a veces de nada sirva ya, en otras se llega a tiempo para actuar y detener el avance del mal.

Claro que no basta con saber detectarlos, el buen profesional también tiene que saber como explicar lo que se avecina sin por ello crear rechazo. Porque es que, cuando los síntomas premonitorios se dan, el futuro paciente se encuentra como una rosa y sin ganas de que venga alguien a aguarle la fiesta. Como cuando los troyanos mandaron a paseo a Casandra porque les advirtió de los pocos telediarios que les quedaban.

Y, también, como les ha pasado a los que ya hace bastantes años empezaron a advertir de la que se venía encima. Se les tachaba de cenizos. O de envidiosos. Y, sin embargo, los síntomas premonitorios eran meridianos. Había que querer estar ciego para no verlos y olerlos. Porque eran gigantescos y además  apestaban.

Les cuento esto hoy a propósito de la caída de Berlusconi. Porque nada como su ascensión fue signo premonitorio de una decadencia galopante que nadie estaba dispuesto a aceptar. Él, como todos sus colegas de la eurozona, especialistas en vender duros a cuatro pesetas -el macizo-. Los demagogos que se decía en la Atenas clásica. Los populistas que le decimos hoy. Los verdugos, inevitables quizá, de esta forma de organización política que llamamos democracia y que en realidad no es otra cosa que el imperio sin paliativos de los que corren detrás de cualquier cosa que se mueve... y condenan al ostracismo a los que hacen figura de propedeutas.

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