miércoles, 28 de marzo de 2012

Carne


A medida que me he ido haciendo viejo, y sin necesidad de aporte ideológico alguno, me he ido haciendo vegetariano. Para ser más exacto, lacto-vegetariano, porque no concibo la vida sin quesos y yogures, por no hablar del café con leche mañanero que en mi caso viene a ser una necesidad biológica insoslayable. Me viene a pasar como a mi viejo amigo salmantino Teo, que hasta que no ingería el café decía no ser hombre. Por lo demás, media docena de huevos me dura en el frigorífico dos meses o tres, si no más. 

Pescado, apenas lo de las latas muy de vez en cuando y, aún más espaciado, cuando lo ofrece el menú de cualquier figón perdido por esos caminos de Dios que suelo recorrer en bicicleta. Lo mismo que la carne, que suelo alternar con el pescado en esos mentados figones. Bueno, de vez en cuando echo media pechuga al arroz con verduras y la verdad es que no hay quien lo pruebe que no quede maravillado. 


Les cuento esto porque ayer vi  en ARTE un programa abracadabracante sobre la alimentación del mundo mundial. De seguir así, venga a echar a la cazuela todo lo que se mueve y vuela, no se necesitarán para nada bombas atómicas y demás juguetes para acabar con el planeta en cuatro días. 


Ya lo sabíamos desde que bebimos en las fuentes del Padre Astete. Los enemigos del alma: el demonio, el mundo y la carne. Bueno, el de mayor malicia es el demonio, pero hace su guerra a través del mundo y la carne. La dichosa carne de la que muy pocos están dispuestos a prescindir caiga quien caiga. Supongo que será por la cosa de los aminoácidos esenciales.


Porque esa es la cuestión cuestionada por la actual ciencia alimenticia. ¿Es verdad que sólo las proteínas animales disponen de esos aminoácidos esenciales para el normal desarrollo del cuerpo humano? Los vegetarianos, creencia obliga, lo tienen claro: hay proteínas vegetales suficientemente ricas en ese tipo de aminoácidos, así que no hay excusa para seguir con la masacre de animales y otras cuantas cosas más. 


Porque es que lo de la carne, la leche y los huevos tiene consecuencias no sólo de profundo calado moral sino también medioambiental y social. Téngase en cuenta que para producir un kilo de carne hacen falta cien de pienso. Y cien de pienso sólo se consiguen expulsando a los campesinos de sus territorios naturales para crear grandes explotaciones intensivas de soja, por ejemplo. Y ya saben lo que quiere decir intensivas, venga y dale a echar mierdas tóxicas al campo para matar todo lo que interfiere con la máxima producción... ergo, miles de niños de las zonas rurales de Paraguay -máximo productor de soja- nacen con deformaciones corporales. Como cuando aquello de la talidomida.  


Luego viene el asunto ese tan desagradable de las granjas. Yo viví cerca de una en Cataluña y lo único que puedo decir es que era para poner los pelos de punta. De gallinas ponedoras. Cuando los vientos eran propicios no había quién aguantase en casa por el hedor. Entre eso y los purines de los cerdos que echaban al campo, no duré allí ni cuatro días. Y la gente ni se enteraba. Para ellos ese era el olor natural del campo. Sin duda habían llegado ya a asumir plenamente la siguiente ecuación: sobre la miel del hedor las hojuelas de los dividendos y a vivir que son dos días. Sí, lo de las granjas no tiene enmienda. Por mucha ley voluntariosa que se haga, una granja siempre será una granja, o sea, un sitio en donde nadie sabe qué hacer con toda la mierda que se produce.


Y entonces va y viene lo de la leche. Yo creía que eso era otra cosa y que, por tanto, mi afición a ese alimento en ningún caso debiera proporcionarme escrúpulos de conciencia. Pero, sí, sí, aquí no se salva nadie. Resulta que voy y me entero de que los pedos que se tiran todas las vacas lecheras que hay en el mundo son inmensamente más perjudiciales para el medio ambiente que todo el tráfico rodado en su conjunto. Ya saben, el efecto invernadero, la capa de ozono y todo eso. 


¡Dios mío, qué tragedia! Resulta que estaba tan entretenido contándoles estas cosas que se me ha olvidado que tenía puestas al fuego unas lentejas. Y, claro, ha sido el inconfundible olor del socarramiento de las proteínas vegetales el que me ha sacado del ensimismamiento. En fin, que tendré que echar mano de la socorrida lasaña vegetal que tengo en el congelador para salir del paso.  

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