martes, 4 de septiembre de 2012

Prisionero de la obra escrita



Me envía Jacobo la reseña de un artículo aparecido en El País que en mi sobrevuelo diario por la prensa escrita me había pasado inadvertido. Se trata del titulado "Prisionero de la obra escrita" del polígrafo Juan Goitisolo sobre el no menos polígrafo Menéndez Pelayo. Bien, Goitisolo, Menéndez Pelayo, como diría el monje, todo sirve para el convento. Gracias, Jacobo.

Un artículo que, como corresponde a las revisiones conmemorativas -centenario de D. Marcelino-, trata de poner orden entre lo que de aprovechable por una parte y detestable por otra, tiene la obra del ilustre polígrafo montañés, como se le suele tildar. Nada, en definitiva que no hubiésemos leído o escuchado, pero en este caso con el matiz que le presta el relacionar a dos autores que no me cuesta ubicar en mi particular galaxia de autores que ni fu ni fa. Veamos.

A Juan Goitisolo le considero uno de tantos de aquellos niños bien barceloneses que dieron mucho que hablar durante los años que se ha dado en llamar de "la transición". Eran niños bien y de izquierdas, lo cual, para los que todavía no nos habíamos caído del guindo, era el colmo de la modernidad o, si quieren, del progresismo, es decir, ese constructo mental que luego, ya de mayores, hemos sabido que es la gran mandanga universal. En cualquier caso, el gran logro de Goitisolo, si no ando equivocado, es haber escrito una novela de esas que forman parte de la numerosa categoría en la que lo más destacable es el título. "Señas de identidad". Lo clavó. A partir de entonces no hay tonto del culo en el mundo que no hable o ande a la búsqueda de sus señas de identidad. Ya sea individualmente, como grupo, como pueblo, como nación... por todas partes salen a relucir las señas de identidad que al parecer es lo más importante del mundo. Señas de identidad, o sea, de dónde vengo, el linaje, las hazañas patrias, la pestilencia romántica en definitiva. Y, a partir de ahí, a Goitisolo le dio por los desheredados de la tierra. Primero en aquella mísera Almería de por entonces y, después, un poco más abajo, en el Magreb, donde las malas lenguas, por cierto, cuentan y no acaban de lo bien que se lo tiene montado, muy al estilo, si no más, de su admirada "Lozana Andaluza".  

Y ese es el caso, que entre las cosas que Goitisolo le reprocha a D. Marcelino sobresale la denigración que éste hace de La Lozana Andaluza. Y yo no puedo estar más de acuerdo en eso con Goitisolo. Aunque sólo fuera por la descripción del polvo que la Lozana echa con Rampin ya merecería esa obra un altísimo lugar en el Parnaso de la literatura. Nunca, a mi juicio, se llegó a tales grados de realismo poético para tan manido acto: ¡Ay, que se me va el recuero!  

Pues sí, a D. Marcelino, siendo yo santanderino, es inevitable que le haya tenido toda la vida pisándome los talones. Multitud de anécdotas sobre su prodigiosa memoria y capacidad de trabajo. Por no hablar de las tardes de jueves de mi temprana adolescencia que gastaba leyendo novelas en la biblioteca por él fundada.Aunque leerle, lo que se dice leerle, prácticamente nada. Pero sí algunas cosas sobre él. Recuerdo un médico, amigo de mi padre, que había escrito una especie de tesina sobre la enfermedad que llevó a D. Marcelino a la tumba a una edad tan temprana. Nada de particular en realidad: Don Marcelino era un dipsómano imparable que trasegaba el coñac como si fuese agua. Trabajaba, trabajaba, trabajaba, pero siempre con la botella a mano. Y así fue que a los cuarenta y pocos tuviese ya una cirrosis hepática que no se la saltaba un torero. En fin. Luego, un día que andaba por no sé donde y no tenía nada que echarme al coleto, encontré en un cajón una biografía del interfecto. Muy precoz en todo sería su rasgo más destacable. Su estrecha relación con los intelectuales catalanes porque anduvo de muy joven por aquellas tierras causando admiración con sus sorprendentes cualidades. Por cierto que cuando llegué a Barcelona por los citados años de la transición pude darme cuenta de que una gran avenida de la ciudad llevaba su nombre. Claro que, como pueden suponer, no tardaron mucho en apearle el tratamiento para dárselo a una gloria regional. 

Y, así, como para redondear, les contaré que estando unos amigos alojados en el Hotel El Aral de Liérganes nos dedicábamos a hablar con los posaderos de cosas del lugar. Salieron a colación una serie de personajes locales cuyo principal relieve se lo da el estar incluidos en la larga lista de los Heterodoxos Españoles. Sacaron entonces los posaderos, que por ser gente de gran linaje disponían de una envidiable biblioteca, un tomo de una edición casi incunable de los Heterodoxos. Y así, mirando por aquí y allá, dimos con la peregrina historia del Arcediano D. Antonio de la Cuesta y Torre, nacido en 1755. Por lo visto este buen señor tenía un magnífico corazón que no le permitía pararse en mientes antes de tomar una decisión comprometida. Y así era que se dedicaba a denunciar los abusos de Iglesia y Estado con los resultados previsibles en aquellos tiempos. Aunque, curiosamente, la inquisición le dio la razón en su proceso más sonado. Y, también, era el Arcediano hombre de los de agujero en la mano. Y no había a su alrededor pobre, pícaro, prostituta o lo que fuese, que no acudiese a él a sabiendas de que no sería en vano. Y de esa largueza es de donde vino el desdichado sucedido que tuvo como corolario una de las más hermosas, inteligentes y útiles frases nunca pronunciadas. Y ello fue que estando el Arcediano en casa de su hermano, en lo que hoy se conoce como Palacio de la Rañada, vino una pelandusca a pedirle caridad. El Arcediano, que no tenía un duro, miró a su alrededor y vio que encima de una mesa había cierta cantidad. No lo dudó, la agarró y se la dio a la pedigüeña. Pero resultó que aquella cantidad la había dejado allí su hermano para que el criado fuese a hacer la compra diaria. Desaparecido el dinero, ¿a quién echar la culpa? Al criado por supuesto. Y como el Arcediano se había ido por ahí a sus denuncias y caridades no había forma de resolver el entuerto.  Al final todo se aclaró, pero no sin haber dejado el poso de desagrado propio de las acusaciones injustas. 

Total que no sé si fue el hermano del Arcediano, el recopilador de la anécdota o quién, el que inspirado por los hechos dijo lo que dijo: "Hay que evitar en la virtud de la beneficencia el acaloramiento de la compasión, que no sólo expone a hacer inútil y estéril el bien, sino a ocasionar males de consideración". En fin, que cualquiera que lo piense un poco podrá encontrar en esa frase la explicación perfecta de toda esta crisis que venimos padeciendo y que tanto da de qué hablar sin ton ni son.  
     

2 comentarios:

  1. De nada. Como siempre, para eso estamos.

    De Goitisolo intenté tres libros suyos, cuando todavía leía novelas, y los dejé. Uno era algo de un paraíso, el otro lo de la identidad, y un tercero sobre el conde don Julián. Este último recuerdo todavía que me pareció aburridísimo, lo que ya es decir, porque entonces pocos libros con aires intelectualoìdes me lo parecían. Luego he comprendido que a la gente de esta generación -como les pasa a otros señoritos contemporáneos: el caso de Sostres- pretenden esconder bajo la capa del epatamiento, su falta de formación en casi todos los instrumentos que hacen el trabajo del intelectual: conocimiento de la tradición del pensamiento, de la historia de las ideas sociales en general, falta de oficio en el arte de escribir. Goitisolo, a fuerza de años, ha conseguido ser bastante diestro en esto último -como le pasó a Cela, por ejemplo- pero no sé muy bien si la simpleza de su pensamiento ha ido más allá de la de su juventud.

    El caso de Menéndez Pelayo me parece muy diferente. Los Heterodoxos (que es lo único que conozco de su obra, y eso no muy profundamente) a poco que se hojee, se da uno cuenta del trabajo que se ha llevado el autor, de todo el valor de la escritura y, también de su oficio. La ideología que rezuma es lo de menos: allá cada cual. Me imagino que saber distinguir una cosa de otra será lo que separa a quien usa la cabeza de aquel que sencillamente repite el cliché de turno. En eso a Goitisolo hay que reconocerle el mérito en su artículo.

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  2. Sí, en España siempre hubo un tipo de intelectual que presumía de no haber pasado por la universidad o cosa por el estilo. Y el caso es que cuando uno se hizo mayor y empezó a tener cierto criterio pensó que, efectivamente, no hacía falta que lo jurasen. Cela y Umbral son dos buenos ejemplos de lo que digo: escribían muy lindo, pero con poquísima sustancia a mi juicio. Goitisolo seguramente es más de lo mismo. Pero no se le puede negar el olfato. Esa del Conde D.Julian que es verdaderamente soporífera, sin embargo, a mí me abrió las puertas a una parte de la historia-leyenda de España, la del fin de los reyes godos, que está maravillosamente descrita en los romances del Rey Rodrigo. Y la Cava que debía ser de una pieza.

    Claro, huelga decir que lo de Menéndez Pelayo nada tiene que ver con eso. Por mucho que martilleara a los herejes no deja de ser una de las mejores cabezas que ha dado el país.

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