viernes, 2 de diciembre de 2011

El arte de la guerra

Pido perdón de antemano porque sé que me voy a meter en un jardín prohibido. Prohibido desde que el Sagrado Corazón de Jesús fue entronizado en todo el mundo occidental... que es tanto como decir que se propagó esa terrible infección, mortal de necesidad, que destruye el cerebro y entroniza al culo como órgano pensante.

Dicho lo dicho, entro a saco en el jardín prohibido, o sea, en lo que desde los albores de la civilización humana, milenios ha, se ha dado en llamar "el arte de la guerra".  Porque la vida, pese a quien pese, o es guerra o es un asco. Y es que sólo hay una forma de conseguir lo que queremos: luchando. Y que nadie se engañe: todo lo que se consigue sin lucha es, simple y llanamente, basura.

Primera y última ley del arte de la guerra: al enemigo no se le vence a medias; si no le arrasas has perdido la guerra.

Empezando por el enemigo más cruel, el que no da tregua, nuestra propia ignorancia. Nunca son suficientes las bombas que le arrojamos, siempre resurge por algún rincón del que desconocíamos su existencia. Y vuelta a empezar, con disciplina y método. Y así toda la vida o estaremos derrotados.  

Siguiendo por el enemigo exterior. ¿Qué chorrada es esa de los objetivos selectivos? Al enemigo le destruyes el chiringuito bélico y le dejas con vida y hacienda y lo único que consigues es que te odie más y se prepare a fondo para hacerte todo el daño que pueda. A los nazis se les doblegó porque cuando acabó la fiesta los cuatro que quedaban no podían pensar en otra cosa que en cómo conseguir un mendrugo de pan para sobrevivir.

Todo esto viene a cuento de que anoche, mirando la BBC, vi como una colla de afganos se divertían de lo lindo arrojando piedras a una mujer que estaba enterrada de medio cuerpo para abajo. ¡Delicioso espectáculo! Y ahora me viene a la memoria un libro que me recomendó mi hija Marga. Se llama "El volador de cometas" o algo así. Es, mayormente, la autobiografía de un afgano que vive exilado en los EEUU. El caso es que las circunstancias le llevan al Afganistán gobernado por los talibanes. Y, allí, en Kabul, se ve obligado a asistir a un partido de fútbol. En el descanso del partido, entran unos tipos con picos y palas y hacen un agujero detrás de una de las porterías. Acto seguido, otros tipos traen a una mujer cubierta con un burka, la meten en el agujero hasta la cintura y rellenan el sobrante para que no se pueda mover. Luego viene un camión con piedras y las arroja al suelo cerca de la mujer. A continuación invitan por los altavoces al respetable a arrojar las piedras sobre la mujer. Terminada la faena con el éxito que es de suponer, se reanuda el partido.

Yo, la verdad, no sé qué pensar de todo esto, pero para mí que si las tropas occidentales hubiesen entrado en Afganistán como entraron en Alemania, a sangre y fuego, sin perdón, a esta hora ni lapidaciones, ni talibanes, ni amapolas, ni leches. Lo que habría en Afganistan sería una cabeza de puente del mundo racional en aquel bourbier que es todo el Medio Oriente.

¿Y a quién en su sano juicio le puede importar que maten cuantos más mejor de esos que se regodean arrojando piedras a una mujer semienterrada? Yo, lo juro, si pudiese, no dejaba ni uno y después iba a dormir a pierna suelta.

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