miércoles, 31 de agosto de 2011

Siddhartha

Recuerdo que en casa de mis padres, sobre un arcón que había en el hall, entre otros bibelots destacaba la imagen de un buda de metal dorado al que alguien se encargaba de aplicar sidol de vez en cuando para que nunca decayese el brillo. Yo veía aquello y era como si no lo viese. Una cosa como cualquier otra de las que a veces se iban al suelo a causa de nuestros juegos. De hecho la imagen del buda tenía unos cuantos abollones. Fue más adelante, por la adolescencia ya cumplida, cuando por causas que no recuerdo empecé a preguntarme por el significado de aquella figura en aquel lugar precisamente. Un buda fiscalizando las comidas familiares de verano. Un buda en la casa de una familia cristiana en la que no sobraban los crucifijos. Un buda, en fin, del que nadie parecía preguntarse la procedencia. Orondo, sonriente, cómodamente instalado sobre sus mullidas posaderas. De hecho, comprendí pronto, no significa nada. Un bibelot más de aquellos que traía el abuelo de sus continuos viajes por Europa a la búsqueda de novedades para sus negocios.

El caso es que ayer, cuando paseaba Salvé arriba, Salvé abajo, me vino a la memoria aquel buda reluciente por causas que paso a comentar. Porque es que la playa se había llenado de gente a causa del buen tiempo y, uno aquí, otro allá, presidiendo los grupitos familiares, estaban los abuelos troncholaris, inmóviles en sus sillas, con sus relucientes y tersas barrigas al sol, que no otra cosa parecían que el mismísimo Buda redivivo. Impertérritos en su abulia, de vez en cuando se veía a alguno levantarse y coger la palita del nieto para ayudarle a levantar una muralla contra las olas en avance. Eso era todo. Luego, otra vez sobre arcón a esperar nueva aplicación de sidol para resistir hasta la hora de las chuletas.

¡Cuánta sabiduría, tío! Y me acordé del gran Matos, aquel sabio salmantino al que un día por azar le cayó en las manos el Siddhartha de Hesse. Lo leyó, y ya no necesitó más. Desde aquel momento se puso a construir una de las vidas más plenas de entre las que dan noticia las crónicas.

¡Cugüen! Y uno que no aprende con lo fácil que parece.

5 comentarios:

  1. El Matos era todo un personaje: lo recuerdo con sus pelos en el Bardo o en cualquier rincón de Salamanca perorando de lo que fuera.

    De Buda, qué quieres que te diga. Yo, en los años de mi inconsciencia treintañera hasta practiqué el Zen en algún monasterio de la montaña de Kanazawa, por la parte del mar del Japón. Si no recuerdo mal se llamaba "Daijoji", "el monasterio de la gran carrera" (o de la gran corrida, elegid la traducción que más os guste). Menudo coñazo: haber nacido para pasarse las horas sentado de cara a la pared esperando que te llegue la iluminación o que el monje a tu espalda te dé un palo para que te pongas tieso. Si los abuelos troncholaris no tienen mejor sabiduría, para ellos toda.

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  2. Si en vez del monje con el palo hubieses tenido a la amachu con las chuletas otro gallo te cantara.

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  3. "amachu" ("amatxo" en vasco oficial) es "mamá", Nacho. Si la hubiera tenido con las chuletas no habría durado ni medio segundo mirando a la pared blanca, vive el cielo.

    A Matos seguro que lo conociste: pasaba mucho por el Bardo y cercanías: junto con el poeta Ramón y con Adares era uno de los personajes que animaban la Salamanca de los ochenta y noventa. Supongo que ahora andará por los setenta y tantos.

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