miércoles, 11 de mayo de 2011

Los perros ladran

Los perros ladran. No me estoy refiriendo a aquella especie de memorias que escribió Truman Capote que, por cierto, encontré la mar de divertidas cuando las leí a instancias de Rogelio, mi implacable proveedor de literatura, allá, por los años que pasé en Salamanca. Truman Capote, una portera con mucha inteligencia y no menos mala leche. Si una pija de New York quiere fastidiar a un gobernador por ser judío va y se le liga un día en el que la mujer del gobernador está de viaje y ella con la regla. El desenlace de la historia consiste en una mancha roja del tamaño de Brasil en la cama del gobernador y la gobernadora. Y Capote lo cuenta al detalle y el todo New York no habla de otra cosa.

No, no es a ese tipo de ladridos al que me quiero referir. Son ladridos en el sentido literal de la palabra.

Es que no sé si se habrán percatado ustedes, pero si hay algo, no sé si síntoma o consecuencia, de esta crisis que dicen venimos padeciendo ya va para dos o tres años, es el incremento exponencial del número de perros que inundan todos los espacios públicos. Así es que es prácticamente imposible ver a cualquiera que sea que vaya paseando, haciendo footing, cicloturisteando, o que esté cultivando su huerto de la vega, que no esté acompañado de su chucho. No muerde, te dicen todos cuando su perro te ladra porque, supongo, olfatea que no eres uno de los suyos. Faltaría más, les suelo contestar.

Sí, convénzanse ustedes, la era Zapatero no será recordada ni por las ansias infinitas de paz, ni por las barandillas que se colocaron por todos los sitios, ni por la infatigable escalada de peldaños del colectivo femenino, no, la era Zapatero será recordada por ser los años en los que todos los españoles, salvo los sin remedio, descubrieron el poder taumatúrgico del can.

Mi vecino, por ejemplo, un proscrito como otro cualquiera, te contaba, recontaba y te volvía a contar las mismas historias de su apasionada vida en las márgenes izquierdas del  Nervión. Se le veía disfrutar con eso. Y luego, por las mañanas, una dosis de Federico para sostener el subidón. Era la felicidad. Pero llegó la crisis, Zapatero, o lo que fuere, y los curas echaron de su púlpito a Federico, los otros proscritos se cansaron de escuchar las historias del Nervión  y mi vecino andaba por ahí como alma en pena. Gracias a Dios sus hijas y yernos corrieron en su auxilio. Le trajeron un perro de alguna perrera perdida en las márgenes izquierdas del Nervión. Néstor le llamaron. Como el rey de la Arcadia, les dije yo sin que nadie me entendiera. Néstor, todo hay que decirlo, venía un poco salvaje. O mal educado si quieren. Pero una castración, unos cuantos palos y la aplicación sistemática de descargas eléctricas ante cualquier incumplimiento de órdenes, le pusieron en menos de un mes tan dócil como el más empollón de la clase. Y tendrían que ver a mi vecino el proscrito ahora, el hombre más feliz del mundo. Ni historias del Nervión, ni leches, ahora todo es contar y no parar sobre las monerías de Néstor. ¡No es fantástico!

Recuerdo que no hace mucho un chucho se comió, o casi, a una niña en la capital palentina. Nada, en definitiva, más allá de lo que podría ser considerado un lamentable efecto colateral. El caso es que el suceso suscitó cierta aprehensión en la ciudadanía y, como consecuencia, menudearon los foros internéticos acerca de las presuntas peligrosidades caninas. Este asunto, opinaba un interviniente, habría que analizarlo en clave freudiana. Porque, díganme ustedes, ¿qué es lo que lleva a una persona a necesitar la lealtad, o el amor si quieren, ciego de un animal del que hay que recoger las deyecciones varias veces al día? Y ya no digamos, añadía el inquiriente, cuando se trata de un animal como el que se ha comido a la niña, o sea, que son conocidos por su peligrosidad. ¿Por qué hay gente que para pasearse, o simplemente vivir, entre personas de reconocida solvencia cívica necesita de la asistencia de  esos energúmenos? ¿Qué carencias se esconden tras tan extrañas adicciones? ¿Alguna patología psíquica acaso? O, si quieren, simple patología social por aquello de que disolver lo individual en el magma de lo global lo hace todo mucho mas llevadero. Ni les cuento las respuestas que, como chaparrón devastador, bloquearon todo intento de comprender. Yo y mi perro. Mi perro y yo. Y luego está el resto del mundo.

Bueno, no les molesto más. Sólo añadir que siguen ladrando sin cesar y no vean como se nota en medio del silencio de la noche esteparia. Y por el día también. Sin parar.

2 comentarios:

  1. Creo que te he contado la historia de mi alumna china que me contaba que la carne de perro era buenísima para las menopáusicas y que era bastante normal comerse al animalito que habías tenido en casa como animal de compañía cuando se iba haciendo viejo para evitarle las penurias de la edad. Eso sí, había que comerlo antes de que cumpliera los diez años, porque a partir de esa fecha la carne se convertía en tóxica. Lo que no sepan los chinos no lo sabe nadie.

    También creo que te hablé de mi amigo tailandés que cuando paseábamos juntos me iba contando cuál sería la mejor manera de cocinar a las diferentes variedades caninas que nos íbamos encontrando. Era una enciclopedia culinaria.

    Sabidurías del Oriente que nosotros hace milenios que hemos olvidado...

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  2. Sí, desde luego que tenemos mucho que aprender de las gentes orientales. De todas formas, por aquí también hay raros especímenes que tienen buenas ideas. Recuerdo un artículo de Félix de Azúa en el que tras describir con minuciosidad los diferentes tipos de excrementos caninos que hacían resbalar a los moradores de la parte alta de Barcelona, proponía una solución altamente solidaria: hacer chorizos con todos esos perros y mandarlos a las partes del mundo más azotadas por el hambre, el África Subsahariana por aquel entonces.

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