lunes, 2 de mayo de 2011

¡Aleluya!

Desde luego que las cosas importantes siempre llegan de forma inesperada. Así llegó aquel infausto september eleven y así ha llegado este dos de mayo en el que nos desayunamos con la inmejorable noticia de la muerte de Ben Laden. Ben Laden o, por así decirlo, la encarnación del mal. Como Moriarti, como Mabuse, como Fumanchú, o, sin ir tan lejos, como el mismísimo Hitler, o sea, el ansia ilimitada de poder sin reparar en los medios. 
El caso es que por aquel entonces, solía yo escribir una especie de diario en el que anotaba las muchas genialidades que se me ocurrían sobre los más diversos asuntos que abarcaban mi actualidad. Del terrorismo, por ejemplo, opinaba lo siguiente:
 "Y ya que en ello estamos, hablemos de la fecha fatídica, la que marcó un antes y un después: september eleven. Nada que ver con la conmemoración de “lo que les hicimos” los castellanos a los catalanes, allá, por mil setecientos y pico, que, por lo visto, fue que les privamos del régimen feudal de que disfrutaban con fruición: nunca nos lo podrán perdonar. Ni tampoco con aquel nefasto día de 1973 en el que el general Pinochet se cargó al bueno y, a lo que se vio,  poco avisado, Salvador Allende, dando al traste con ello a una larga tradición democrática. En fin, pelillos a la mar por comparación a lo que pude ver en directo ese mismo día de 2001 cuando, recién comido, me repanchingué en el butacón superrelax dispuesto a tragarme cualquier cosa que quisieran enseñar los muchachos de la CNN. ¡Leches, qué sorpresa! Por un lateral de una de las torres gemelas de New York salía una espesa columna de humo. El locutor no daba crédito a lo que veía: ¿ha sido una explosión?, ¿un despistado que ha estrellado su avioneta? ¡Increíble! De terrorismo ni una palabra, o muy como de pasada y más que nada para descartar tan terrible hipótesis. Y en esas estábamos, sin salir del asombro, cuando, visto y no visto, zas, un nuevo avión entra en el objetivo de las cámaras y le podemos ver estamparse contra la otra torre. ¡Horror! Ahora si que ya no hay duda: acabamos de presenciar en directo el más espantoso acto terrorista que concebir se puede: una verdadera obra maestra del género. Tan fantástico era el “exploit” de la empresa que, tengo que confesarlo, no acertaba a identificar el estado de mi conciencia: ¿era realidad?, ¿estaba soñando? Claro, uno está tan acostumbrado a ver este tipo de apoteosis destructivas -y aún más espeluznantes... o gloriosas, que cada cual las califica a su acomodo-  en la ficción y sólo en la ficción, que, así, de entrada, era difícil situarse y, menos, entender las propias emociones: ¿admiración?, ¿pena?, ¿rabia? No sé, pero, en  cualquier caso, miedo no; más bien un cierto alivio, que en esto del terror ya tenemos  la suficiente experiencia como para saber que la ola viene y pasa y si no te arrastra con ella, pues eso, que te has librado y, nada, todo queda en un poco más de degradación moral generalizada, así, como el que no quiere la cosa, el típico río revuelto en el que no faltan pescadores que sacan provecho. Y no flaco. ¡Dios, menuda coartada le dan los terroristas a estos poderes de pantomima que pretenden gobernarnos! Estaba Mr. Bush de tal manera, como entre haciéndose el simpático y tratando de pasar desapercibido para hacernos olvidar la vergonzosa forma en que fue elegido y, cataplum, le cae este regalo del cielo -nunca mejor dicho-; unos momentos de zozobra, como siempre pasa cuando una gran presa acaba de morder el anzuelo y, luego, ya, todo sobre ruedas: ir  soltando y recogiendo hilo con maestría hasta que la bestia -en este caso la opinión pública- está completamente agotada  y lista para comérsela con patatas o cualquier otra guarnición: el patriotismo, por ejemplo, tan eficaz él para enaltecer los sentimientos que brotan de los más bajos instintos del personal “enchusmatizado”: no os aflijáis, se les dice, que vosotros sois inmensamente más guapos, más listos y de mejor pasta que todos los demás, y tenéis todo el derecho a odiarles y, si se tercia, a soltarles una hostia para que se enteren de quién es el que manda aquí. Y, así, la nave va sin que a nadie le importe ni se acuerde de las graves averías que entorpecen sus motores ni las vías de agua que amenazan con echarla a pique: mientras dura la ilusión, vida y dulzura, y el que venga detrás que arree: en esto, en esencia, consiste toda la ciencia política; lo demás, como dijo Alguienunavez, la espuma de los días, o sea, lo que sirve para que los ociosos especulen y hagan así alarde de la agudeza de su ingenio y demás mandangas, que, ¡ay!, ¿qué sería de nosotros sin ellas?  
Pues bien, hoy, pasados ya diez años, quiero que el tono de mi respuesta carezca en lo posible de todo atisbo de escepticismo o cinismo. Me declaro ingenuo a conciencia y me entrego sin paliativos a la celebración de la noticia. El mundo es hoy un poco mejor porque un símbolo del mal ha sido destruido. La chusma ha perdido a su mejor paladín. El imperio de la razón ha cosechado una gran victoria. ¡Tan necesitado que estaba...!

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