martes, 24 de mayo de 2011

La casita en Canadá

Yo tengo una casita en Canadá. No es exactamente pequeñita, pero en su conjunto se podría decir que es envidiable. Espacios diáfanos, amplios muros cortina para que el sol y la luz inunden el espacio a gusto del consumidor. Un aquilatado jardín para disfrutar del aire libre sin tener por ello que esclavizarse con su mantenimiento.  Unas vistas amplias y, por así decirlo, naturales. Una verdadera bicoca, en fin, si la consideramos como hecho aislado, la casa en sí, libre de contingencias. O sea, la quimera del paraíso.

Porque el caso es, como todo el mundo sabe, que no existe hecho aislado, ni casa en sí, sino que todo, para gracia o desgracia de los mortales, vive y se desarrolla en un determinado medio que condiciona la libre circulación de los fluidos y otras cuantas cosas más. Y así es que se da el caso de que mi casita en Canadá no está exactamente en Canadá sino en un pueblo del altiplano por donde Cristo dio las tres voces. Un lugar, a primera vista idílico, en medio de una vega frondosa a la que circunda un entorno semisalvaje de campos cerealeros y montes mediterráneos. Y, además, inmejorablemente comunicado. Y, por si todo ello fuera poco, con un aire y unos cielos que es difícil concebir más puros. ¡Ay, si no fuera...!

Si no fuera porque un pueblo tiene vecinos. Y, además, para ser más exactos, vecinos de pueblo. O sea, gente que no ha tenido que hacer virtud de la necesidad de compartir el espacio. El espacio para ellos es infinito y, por tal, lo utilizan a su antojo. Como si no hubiese nadie alrededor al que, no digo ya dar cuentas, sino tan solo respetar.

Bueno, les contaría y no acabaría la de mamonadas que hacen estos vecinos por lo demás iletrados. Las mierdas mortales que echan a todo lo que la naturaleza tiñó de verde, las condiciones higiénicas de las cuadras que colocan junto a tu ventana, la obsesión arboricida... -están empeñados en cortar el árbol del amor que tengo junto a la galería porque no da nada. Ya, pero perfuma las noches de verano, les contesto. ¡Bah, eso no sirve para nada!, me dicen. Ellos a lo suyo, pragmáticos empedernidos-. Y en esas estaba yo, con las sevicias propias del convivir con la ignorancia enriquecida más o menos aceptadas, cuando van unos vecinos, los del perro que no calla, y ponen un aparato que emite unos sonidos espantosos con el fin de preservar a sus cerezas del afán depredador de los pájaros.

Bien, qué hacer. Aquí quisiera ver yo a Lenin que al parecer tenía respuestas para todo. ¿Ir a la Guardia civil? ¿Quejarme en el Ayuntamiento? Me tomarían por loco. Porque de una cosa pueden estar ustedes absolutamente seguros: el ruido no molesta lo más mínimo a mis vecinos. A ellos no les distrae de lo que tienen entre manos. Más bien todo lo contrario.

En fin, se lo advierto, piénsenlo dos veces antes de tomar la decisión de comprar una casita en Canadá. Se lo digo yo que tengo esa experiencia. No vean qué tostón es vivir entre iletrados. No hay la menor posibilidad de enmendar los numerosos desajustes de convivencia causados por su ignorancia. Porque ya saben, ignorancia y susceptibilidad, todo es una. Y donde hay susceptibilidad, hay rencor. Y donde hay rencor, mejor te vas.

2 comentarios:

  1. Estoy pensando que a lo mejor es buena idea comprarse una casita en la prefectura de Fukushima para la jubilación, dentro de unos quince años, más o menos. Ahora estará el precio por los suelos. La gente por aquí no se mete con tu vida y, después de lo que ha pasado, tratarán como oro en paño a cualquier cosa que sea verde.

    Cuando arreglen lo de la Central la radiación gamma dejará de ser un problema, el yodo habrá desaparecido completamente y ya están hablando de las mil maneras con las que limpiar el terreno de cesio (del estroncio no han dicho nada, pero lo dirán): cultivar girasoles (o cáñamo) y otras tantas cuestiones por el estilo. Conozco lo cabezona y orgullosa que esta gente como para dudar que lograrán su empeño.

    Pero lo mejor que tendrá mi jubilación en Fukushima, como digo arriba, es el que ya te puedes poner en mitad de la calle a pintar la mona, que nadie se acercará a molestarte. De ruidos, nada. El piso en el que vivo parece que está en un edificio abandonado: rara vez oigo a los vecinos.

    Creo que, a pesar de los pesares, tu casita en Canadá estaría mejor por estas tierras.

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  2. Sí seguro que tienes razón. Instalarse en una especie de Campo de Asfódelos donde, según dicen, nadie da la lata. Porque si a alguna conclusión he llegado en esta ya dilatada vida es que, de una vivienda, lo más importante son los vecinos. Es decir, la educación de los vecinos.

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