jueves, 28 de junio de 2012

Diógenes




Yo no sé de donde vendrá eso de llamar "síndrome de Diógenes" a la propensión irrefrenable a acumular todo tipo de trastos en casa. Porque es que, cuando hablamos de Diógenes, por lo general nos estamos refiriendo a un tipo que no tenía nada de nada en lo que al orden material se refiere. Incluso una escudilla cochambrosa que tenía para beber agua la tiró a la basura al ver que un niño la bebía utilizando el cuenco de sus manos. Bueno, hubo otro Diógenes, de apellido Laercio, que se dedicó a escribir sobre las vidas de muchos de los filósofos habidos por aquel entonces lejano. Pero no creo que sea a éste al que se refiere el síndrome, porque, por más que su obra sea de una importancia relevante, no es lo que se dice un personaje popular. 


El caso es que sea cual sea el origen del nombre en cuestión poco hace a la tremebunda e incuestionable realidad del mundo, es decir, que quien más, quien menos, pocos son los que se libran de esa enfermiza propensión a acumular porquerías... por más que en ocasiones estén recubiertas de oro. 


Curiosa espirlochería. Solemos argumentar un a modo de attachement sentimental entre la cosa y nosotros. Las ligamos al recuerdo de una situación determinada. Un viaje. Un regalo de cumpleaños. Un, lo que sea, que en estos tiempos que corren se producen cada día y en cada momento con el resultado de todos conocidos, o sea, que las casas están talmente llenas de sentimentalidad que se convierten en las verdaderas protagonistas de nuestras vidas. Y hasta tal punto es así que soportamos ingentes molestias y despreciamos ventajosas oportunidades con tal de no renunciar a su imperio. Admitámoslo, nos gusta que nos sodomice. La casa. En propiedad, of course. 


Personalmente siempre he mantenido una guerra a muerte contra esta propensión. A veces ganaba batallas y otras las perdía estruendosamente. Ayer, por ejemplo, gane una: conseguí vender el coche. Un artilugio que, en mis actuales circunstancias, es de todo unto innecesario y molesto por demás.  Y es que, en estas acaballes ya de la vida, cuando ya de poco sirve, creo haber dado con la enjundia de tamaño despropósito que tanto limitó mi vida. Todo fue cuestión de estados de ánimo. De las jugarretas que nos hace la autoestima. Que me venían bien dadas, entonces, sólo pensaba en las delicias del espíritu puro. Y hacía lo que fuera por deshacerme de anclajes vanos. Lo tiraba todo por el primer terraplén que se ponía a tiro. Que empezaba a perder pie, pues, entonces, corría a la primer tienda a comprar lo que fuese, cuanto más pesado mejor. 


En fin, lo tengo claro, la próxima vez que note que empiezan a bajar las endorfinas, pediré a la tripulación que me ate al palo mayor hasta que pase la sequía. 



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