martes, 12 de julio de 2011

Vamos a la playa


De niño, un día de playa era el delirio. Miraba al cielo siempre amenazante del Cantábrico y si se desataba el diluvio y la excursión se cancelaba mi desolación era casi infinita. Pero fueron muchos los días de gloria en aquellas playas casi vírgenes del litoral santanderino.

Después, el entusiasmo fue decayendo y sólo en la agitación de los treintaitantos y con la ayuda de los porros hubo una pequeña remontada. Luego, de los cuarenta para arriba, mojarme la barriga ha sido más bien tormento por compromiso. Bueno, quizá no tanto, porque de Pascuas a Ramos puede resultar agradable darme un cole siempre y cuando no se acompañe de largas demoradas sobre la arena. Y menos al sol.

Sin embargo, hay una circunstancia en la que me gustan las playas largas y en forma de cimitarra. Un día calmo, fuera de temporada, al ser posible en invierno, pasear de un extremo al otro y vuelta, escuchando el suave romper de las olas.

Sí, tengo que confesarlo, voy por lo que sea a una playa, me tumbo en la arena y, automáticamente, doy en pensar que estoy de más en este mundo. No lo puedo remediar, me aburro y empiezo a considerar todas las cosas entretenidas que pudiera estar haciendo si estuviera en otra parte. Es un sentimiento muy común del género humano en las más diversas circunstancias. Nietzsche, por ejemplo, nunca pudo disfrutar de los museos porque entrar en uno y ponerse a pensar en lo bueno que debía estar  haciendo fuera todo era uno.

En fin, admiro el entusiasmo que ponen tantos por dorarse al sol, entre cole y cole, tumbados sobre la arena. Lo mismo que admiro el infinito amor a los perros, o a los viajes, o a asar chuletas en la barbacoa. Cada cual se las apaña a su manera para soportar este valle de lágrimas. Que no es fácil por cierto. Yo procuro apañármelas  con unas cosas y otras. Manías todas ellas según para quién. Pero, en cualquier caso, lejos del mundanal ruido si me dejan.

1 comentario:

  1. Qué hermosas son esas playas en invierno, sobre todo cuando cae una fina llovizna y rompen las olas con ganas. Cuando hace solazo donde mejor se está es en tu casa tumbado leyendo a Nietzche.

    Lo de la arena en verano no lo puedo soportar: la abuela con la radio, el niño con la pelota, la señora con la Nivea... Cielos, desde luego que uno siente que no está para nada en este mundo. Solo las compras de los sábados en el Pryca o el Carrefour superan ese suplicio...

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