jueves, 21 de julio de 2011

Bendito atolondramiento

Yo no quiero engañar a nadie. Y menos que a nadie, a mí mismo. Lo que en realidad vengo buscando con desesperación desde hace mucho tiempo es un grado de atolondramiento tal que sea suficiente para liberarme de sufrimientos varios. A veces, confieso, lo consigo, pero por breves momentos porque, ¡maldición!, todo parece conjurarse para devolverme a la realidad. A una realidad que, para ser exactos, suele ser doliente más veces que las que lo es dichosa.

Fíjense en este párrafo que escribe Félix de Azúa en su blog:

Soy ahora plenamente consciente de que estoy escribiendo una columnita para el blog. El silencio campestre, por desdicha, está siendo atacado por una taladradora neumática. Un simpático vecino ha procedido a mejorar su vivienda. Soy consciente de que cada día soporto peor el estruendo. Pero sobre todo soy consciente de que soy consciente. 

Soy consciente de que soy consciente de que el infierno son los otros. Y justo por eso es por lo que ando de retiro en retiro. Pero nada más inútil, porque es precisamente en el retiro donde más se oye la  taladradora neumática del vecino que ha decidido mejorar su habitáculo. Porque, convénzanse, si hay algo inevitable en este mundo es tener un vecino que quiere mejorar su habitáculo. Y no por nada, sino porque, como bien apuntó el gran Pla, la gente, cuanto más desordenado tiene lo de dentro, la cabeza en concreto, más se obsesiona con ordenar lo de afuera.  Y mi vecino, como todo hijo de vecino que se precie, para no ser menos, suele tener muy desordenado el "celebro" y necesita compensar.

Así es que esta vez, para variar un poco, he buscado el retiro en el corazón de las tinieblas, donde ruge la marabunta, la senda de los elefantes o como quieran llamar al lugar donde late el corazón de la ciudad. Porque quiero someterme a una terapia de trepidación mundana, por decirlo de una forma que suene a medicina alternativa. Justo sobre las vías, al lado de la estación, puedo sentir el trepidar de los trenes cuando son de mercancías y su silbido cuando son de pasajeros. Al lado de por donde desemboca el túnel subterráneo  que enlaza las dos dos ciudades que aparta, precisamente, el tren.

Tengo al lado la biblioteca, la piscina, el parque, la estación, la Calle Mayor... el restaurante donde por 7,50 € sirven un magnífico menú -parece ser que es de unos frailes-.

Y luego que, según tengo entendido, y si la crisis no lo remedia, pronto comenzará la tres jolie vacarme que supongo supondrá el soterramiento de las vías.

Y, además, un vecindario que tira con alegría de los medios de comunicación de masas, que fríe pescado todas las noches y en vez de usar el aspirador de humos abre la ventana del patio para que el vecindario pueda segregar jugos sin recurrir al aperitivo. Y unas cuantas cosas más que no les cuento para no parecer cenizo.

En fin, que si de ésta no me atolondro del todo...

4 comentarios:

  1. ¿Ha considerado usted la paz que se disfruta en los cementerios? Los otros allí son silenciosos y no pretenden mejorar su hábitat.

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  2. Muy bueno, Anónimo. Aunque a veces también me da por pensar que si hubiese intentado ser un poco más rico a lo mejor se me habían solucionado unos cuantos problemas de índole, por así decirlo, doméstica. Aunque quizá de ese modo me hubiese perdido algo de lo que he tenido.

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  3. Lo que ha tenido no será una cierta tendencia a estar rodeado de seres puros, es decir como dice Espada, seres puros: la destilación extrema de la incompatibilidad biológica.

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  4. Quizá tenga razón, Anónimo. Aunque, lo que me pasa es que no puedo contemplar sin sentir cierto malestar cosas que pasan a mi alrededor y que sé que un una sociedad un poco más cívica no pasarían. Por ejemplo, llevar el perro a mear a un olivo milenario que han traído de Aragón y han puesto aquí, al lado de casa. El destrozo y la inmundicia en esos parques fantásticos que rodean la ciudad. En fin, tengo esa desgracia de fijarme en lo que además de ser injusto no parece beneficiar a nadie.

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