Me envía Jacobo el link de unos vídeos rodados en la escuela a la que envía a su hijo Victor. En mitad de la naturaleza, los niños, se diría, retozan a su antojo. Pero nada de eso. Que no tengan deberes, ni pasen exámenes no quiere decir que no estén sometidos a una disciplina que no por invisible es más perentoria. Actividades de carpintería, de agricultura, ganadería. Habilidades académicas básicas. Autonomía o desarrollo de la capacidad de pensar por si mismo. Cuando Victor iba a un colegio cualquiera de la megaconurbación de Tokio ya, desde los inicios, empezaba a dar muestras de desasosiego y rebeldía. Sus padres, que estaban a lo que hay que estar, no lo dudaron y escogieron lo que consideraron mejor para él a pesar del considerable precio de la empresa. Hoy, Victor, parece un niño feliz y sumamente habilidoso y adulto. Y los padres, ni te digo lo ufanos que respiran. No es para menos.
Cuando yo tuve a Ángela y Marga trabajaba en un ambiente de treintañeros que también, la mayoría, acababan de ser padres. Treintañeros, ya se sabe, quiere decir estar todo el tiempo reunidos unos con otros, amontonados en el sofá o donde sea. Y claro, los pensamientos, las miradas y los orgones iban para donde ya se sabe, pero las conversaciones solían girar alrededor de los niños y la educación que les queríamos dar, nada que ver, por supuesto, con la desastrosa que veníamos de padecer nosotros. Y así era que los libros a propósito de Summerhill, de Freinet, de Montesori, nos los conocíamos al dedillo. Incluso hablábamos de montar una escuela al estilo Summerhil. Pero, claro, al final predominó la estulticia treintañera y cada cual se fue por su sitio a ver lo que pillaba y los niños, unos más, otros menos, abandonados a su suerte. A la de los sucesivos planes de estudios de los sucesivos gobiernos. Mea culpa.
La escuela de Victor es, claramente, remedo de Summerhil. El aprendizaje basado en la experiencia y el desarrollo de la idea de responsabilidad. La creación de individuos pensantes y autónomos, lo uno por lo otro. Recuerdo haber leído a propósito del destino que tuvieron los niños educados en Sammerhill y, bien, ninguno hizo una carrera brillante, pero, también, ninguno de ellos se quedó colgado. Todos al parecer, tuvieron un buen pasar, dedicados los más a tareas artesanas. Luego, lo de la felicidad, ¿quién se atrevería a valorar eso?
En fin, ya digo, colegios especiales para niños normales de padres difíciles, ¡a qué engañarse! O sea, lo que no se generaliza porque cuesta reconocer. Y también, pagar.
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