lunes, 27 de agosto de 2012

Historias del Cerrato II






 En Casa Paco de Encinas de Esgueva, ya digo, nos trataron como a príncipes. O princeses, como decían en mi pueblo, pero un poco encadenados. La comida, de primera, lo mismo que el trato. Y en el bar hay un wifi aceptable. El único inconveniente, quizá, es que al estar muy mal aisladas las habitaciones respecto del comedor, hasta que no se va el último comensal es como si tuvieses invitados en la cama. El patrón nos ha dicho que de una y media a ocho de la mañana nos garantiza silencio absoluto. Porque es que, argumentaba, la gente empieza a venir a cenar a las once y media. Bueno, ahora son las once y veinte y puedo dar fe de que todavía no ha aparecido nadie. Por lo demás, comprenderán que estemos temblando. 



Curiosos pueblos catellanos. Te vas a dar una vuelta y de pronto te topas con un parque umbrío que para sí lo quisieran muchas capitales de provincia que yo me sé. Y luego subiendo por la inevitable en todo pueblo castellano Calle Cantarranas, al salir de una curva, te sorprende la inmensa mole del castillo. Te sientas allí en un banco que hay a su sombra y no hay persona que pase que no tenga algo que decirte y, siempre, empleando muy aquilatados adjetivos. Con cualquiera que te cruces por la calle hará lo indecible por atraparte para un rato de conversación. Pero no hombre, todavía no se vaya,  que no he acabado... me dijo uno después de explayarse largo y tendido a propósito de unos tatuajes que a mí se me ocurrió señalarle. Historias del Tercio y así. 




A la postre, la una y media que decía Paco se convirtió en las dos. Hasta esa hora estuvieron berreando los jovenzuelos a la puerta del hostal. Luego, por lo visto, consideraron que ya era hora de dejarse caer por Casillas de Esgueva en donde había fiesta. Así que, entre unas cosas y otras, los perros, las campanas, otra noche que apenas hemos podido dormir y ya van tres. Horas y horas dando vueltas en la cama y a la cabeza y prometiéndome por todo lo más sagrado que a mí no me pillan en otra. Pero en fin, luego dan las ocho, te levantas y miras ese cielo y sientes ese aire y te reconfortas un poco y se te olvidan las promesas. 

Eran las nueve y media de la mañana cuando hemos pasado a la altura de Casillas que, dos kilómetros más allá, al fondo del valle, contra la ladera del cerro, lanzaba a los cuatro vientos una música estruendosa tipo “obras en el piso de al lado”. Hemos seguido carretera adelante, veinte kilómetros o así, hasta Esguevillas de Esgueva en donde hemos girado a la derecha para tomar el camino hacia Baltanás no sin antes habernos enterado de lo que realmente quiere decir tejavana. Largo de contar y viene mejor explicado en la wikipedia, así que...  Porque, a lo que iba, que hemos decidido que lo mejor era volver a por el libro que había olvidado María. Y bueno, menudo marrón nos hemos tragado. Hemos dado un rodeo de más de veinte kilómetros para evitar las subidas y bajadas que nos torturaron ayer y todo ha sido en vano. Los treinta y tantos de la venida se han convertido en los cincuenta y tantos de la ida con más o menos las mismas cuestas, si no más. Hemos llegado reventados a Baltanás, hemos recuperado el libro y nos hemos quedado a comer en La Posada. A comer como de boda, tres platos de alta cocina con un vino de crianza, veinte euros el menú. ¡Jo, cómo se cuida esa gente cerrateña!

Después de echar la siesta en el parque baltanaseño, sin saber muy bien por qué, decidimos tirar hacia Venta de Baños a donde llegamos tras no pocos sufrimientos con el sol ya muy bajo. En Venta de Baños dimos con un hotel de los de toda la vida muy como de molde para recuperarse del fuetazo del camino y el mal humor inherente a no haber sabido acertar ni con las rutas ni con las dosificaciones ni con nada de nada al parecer. Porque esa es la cuestión, que a veces todo parece ponerse en contra y, entonces, mientras pedaleas de mala gana, vas dándole vueltas al asunto, que si qué demonios hago yo aquí, que si ésta es la última vez que voy a cualquier sitio en el que no tenga nada que hacer y donde nadie me espere, que sí con lo bien que me lo paso yo en casa y todo lo que estoy echando en falta la guitarra, las lecturas, los paseos al super, las comidas en La Montaña o en cualquiera de las otras tabernas que tengo a mano , en fin, todas esas cosas de la cotidianeidad que tan feliz me hacen dentro de un orden.

Y ahora, después de haber dormido aceptablemente, eso sí, con las ventanas cerradas a cal y canto porque había fiesta en un barrio del pueblo y la música tipo “telar mal engrasado” lo impregnaba todo, en fin, como les decía, ahora viajamos en un "regional" hacia Santander, concretamente acabamos de pasar Osorno, y, entonces, voy y pienso en los buenos ratos que pasé por estas tierras y lo inútil que es querer recuperar el pasado repitiéndolo. No, ya es tiempo para otras voces y otros ámbitos que diría Capote. Sí, quizá los muchos sufrimientos de este viaje no hayan sido en vano. Como si de unos ejercicios espirituales o viaje iniciático se hubiese tratado que me va ayudar a encarar el futuro con un poco más de sensatez. Porque de eso se trata a estas alturas de la vida, de ser, ya, por fin, un poco sensato y hacer caso omiso de los cantos de sirena que, huelga decir, no paran de sonar en todo tiempo y lugar.

Pasamos por Alar y vemos allá al fondo la que fue nuestra casa. ¿Nos bajamos?, dice María…ni por todo el oro del mundo, pienso, esto estuvo aceptablemente bien, pero eso fue todo: capítulo cerrado.

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