viernes, 1 de abril de 2011

El señor de las moscas.

Me acababa de acomodar en mi reserva del Alvia con los libros, la botella de agua y la ingenua intención de disfrutar del viaje de regreso desde la capital del Reino a mi Maliaño For Ever, cuando, suddenly, una marea humana irrumpió en el vagón con la deliberada maldad de todas las jaurías, y más si es humana. ¡Adios ilusiones! Esto habrá que reconsiderarlo, me dije, porque estos mierdas no me van a amargar el viaje. Si hay que ser el malo de la película, lo seré de buen grado.

Se trataba de los alumnos, de entre once y trece años, de un colegio de Jaén que, por razones que no se me alcanzan, venían, en plena época lectiva, a pasar unos días en Santander. O sea, a una ciudad con un interés cultural cero. Y eso, si es que alguna ciudad lo tiene para chavales de esa edad. Así que, como decía, entraron en  tromba y provistos de un verdadero arsenal de gadgets electrónicos y, con la misma, se fueron a amontonar en el extremo del vagón donde los asientos se dan la cara. Con gran alboroto, sobra decirlo. Por no hablar de promiscuidad, que eso, ¡madre mía!, para sí la hubiesen querido... en fin, mejor lo dejamos. Y el profersorcillo, en sus veintitantos, que les acompañaba, ¡qué decir de él sino que parecía ser el que más disfrutaba de aquellas ventajosas circunstancias! Asediado como estaba por aquella escuadra de lolitas.

Me duró poco el aguante. Me levanté, les solté una filípica y la cosa se calmó un poco. Por breves minutos, o quizá segundos, todo hay que decirlo. Volvieron al ataque con redoblados esfuerzos. Y yo, también. Les dije, entre otras cosas, que si no habían traído algo para leer durante el viaje. Nadie contestó. Se limitaron a lanzarse miradas y sonrisas de complicidad entre ellos. ¡Este viejo chalado! Leer..., valiente gilipollez, teniendo aquí estas tetas y estas pollas y estos culos... tan a mano todo, debían estar pensando. Les añadí que así, tal como iban, se estaban condenando  a ser obreros de por vida. A juzgar por el cambio de gesto que hicieron hacia la seriedad es probable que no les gustase. ¿A quién le va a gustar ser obrero? Y al profesor desde luego que tampoco. ¡Son niños! Me dijo con tono indignado. Precisamente por eso, le contesté. Y luego, ¿A esto es a lo que llamáis socializar? Sí, respondíó, pero con el tono visiblemente humillado. Y entonces es cuando noté que los que se estaban divirtiendo de lo lindo eran el resto de los pasajeros. Fue evidente que lo de "socializar" les había tocado el subconsciente.

Los alumnos se fueron para otro lado quedando sólo uno por asiento. El profesor se puso a leer una novela de Patricia Highsmith. Ya sólo se oía el incesante rugir de los diferentes gadgets y poco más. Hubo varios intentos de reagrupamiento, pero fueron  abortados de inmediato por otros pasajeros que tuvieron a bien tomarme el relevo.

Al llegar a Santander, a guisa de despedida, les dije algunas gracias que los chavales me sonrieron mirando para el suelo. Y al profesor le pedí matizadas disculpas. Ten en cuenta, le dije, que estos son los que nos van a tener que pagar las pensiones. Se sonrió.

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