La habitación que habíamos concertado en Astudillo resulto ser tal desastre que optamos por desistir. Y así fue que de Guatemala caímos en Guatepeor. La Pensión El Carro, por decirlo a la manera planiana, era indescriptiblemente espantosa. Una habitación raquítica con una cama empotrada entre dos paredes de tal forma que hasta yo, que soy bajito, no podía estirarme. Como no tenía armario habían colocado un dispositivo debajo de la repisa de la televisión, que no había, por cierto, del que colgaban dos perchas de alambre retorcidas. En una esquina había un galán de noche, lo cual, no dejaba de tener su aquel. Si a eso se le añadían las sábanas sintéticas, el colchón con todos los muelles descoyuntados, el olor a pocilga que entraba por la ventana que era imposible cerrar so pena de achicharrarnos, el canto de los gallos cuando ya empezábamos a agarrar el sueño… y es que claro, aparte de todas esas condiciones tan favorables, María había embaulao para cenar una ración de alubias con almejas de las que no se salta un torero. Total, que a las ocho hemos bajado a desayunar y le hemos dicho cuatro palabras a la dueña.
La dueña, si nos atenemos a su discurso, ha resultado ser una especie de madre coraje que castigada de plein fouet por la crisis ha dado con sus huesos y sus dos hijos en Astudillo. Por lo visto tenía un restaurante en un pueblo con muchas fábricas relacionadas con la construcción. Daba unos cien menús al día y, de la noche a la mañana, los cien se quedaron en cinco o seis. Si a eso se le añade que con sus muchas ganancias había restaurado una casa en Valoria la Buena para dedicarla a casa rural, lo cual, por razones obvias que ella comprendió cuando la cosa ya no tenía remedio, resulto un completo fracaso. ¿Quién va a querer ir a Valoria a pasar tres días?, decía desconsolada. Así que, enterada de que en Astudillo traspasaban un mesón con pensión adjunta, se lanzó a la aventura. Si, muy bien, señora, todo eso está muy bien, pero cobrar cuarenta euros por esa habitación es un despropósito, le hemos dicho. Y ella que si tal y que si cual, que se le daba de perlas el arte jeremiaco, así que hemos agarrado las bicicletas, hemos cargado el equipaje y hemos salido pitando carretera adelante.
La verdad es que Astudillo es un pueblo remarcable. Y la gente que andaba por allí, lugareños y veraneantes, daba la impresión de llevar una vida apacible y bastante regalada. La plaza con sus soportales, sus plátanos, sus bancos, sus cafés animados y los niños corriendo de aquí para allí. Por haber, en Astudillo hay hasta un monumento dedicado al farmacéutico rural. La verdad, nunca había visto cosa semejante. Y todas esas “casas grandes” de agricultores ricos de fines del XIX y comienzos del XX que ahora están restauradas y no al estilo “Santillana”, sino con cierta nonchalance que le da un aire casi hasta distinguido. Y tampoco falta el gran palacio de la familia más rica e ilustre que ahora se cae a pedazos y nadie puede impedirlo. Y last but no lest, las bodegas. La colina al oeste del pueblo está acribillada de bodegas. La gente se reune en ellas a merendar y supongo, también, a emborracharse. De hecho, yo, un par de veces que estuve en unas de esas bodegas, que no hay pueblo que se precie que no tenga un montón de ellas, salí a cuatro patas. Porque es que se da un fenómeno muy curioso, que cuando estás en ellas, con toda esa tierra sobre la cabeza, bebes y bebes y no notas la ebriedad, pero cuando sales fuera, ¡ay, madre!, agárrate a lo que sea o disponte a caer de culo. Bueno, entre ir a la bodega y hablar de bodegas, según pude comprobar, a la gente de Astudillo, y supongo que a la de Baltanás, donde ahora estamos, le da para más de media vida. Por cierto que lo de las bodegas de Baltanas es cosa notable. Como de patrimonio histórico nacional, por lo menos. Bueno, supongo que también la UNESCO podría decir algo al respecto.
En Baltanás estamos en una casa rural que, así, de entrada, está muy bien. Pero la habitación ya se nos ha llenado de moscas. Y me temo que va a ser ruidosa hasta altas horas de la mañana porque la fonda tiene una terraza que debe ser lo más de lo más branché que dicen los franceses, de Baltanás y alrededores. El caso es que, sea como sea, bien que tenemos que dar gracias a los dioses porque por el Cerrato no es fácil encontrar alojamiento y llegar hasta aquí ha sido penoso hasta decir basta. Más que nada por el viento que se ha obstinado en sernos adverso y con furia. Particularmente al atravesar un páramo que es que parecía que aquello nunca se acababa. Al final hemos llegado a Antigua, el pueblo ese del que Manolo y Esperanza cuentan extrañas historias. Dicen que hay una ciudad subterránea en la que vive gente y todo eso. Nosotros no hemos visto nada. Sólo un caza de propulsión a chorro colocado a guisa de monumento a la entrada del pueblo por el lado de donde se baja del páramo. Y bueno, nos han dado muy bien de comer en un bar con pinta de ser también centro social. Coliflor rebozada, revuelto de setas, chuletillas de cordero. Todo de primera, así como el pan del que María, muy entendida en esa materia, ha hecho grandes elogios. Luego, en una adecuación muy cuca que hay a la salida del pueblo hacia Baltanás, hemos echado una reparadora siesta de mucho agradecer. Por cierto que había por allí una señora de muy buen porte y con el pelo y la tez de un blanco casi cadavérico. Como no hubiese podido ser de otra manera rápidamente hemos pensado que quizá se tratase de una habitante de ese submundo que dicen Manolo y Esperanza que había salido a la superficie un rato con la finalidad de que su perro hiciese sus necesidades. En fin.
Y ahora, a ver lo que da de sí la velada. No sin cierta aprehensión, por cierto, porque es que todo es ir cayendo la tarde y notar como aumentan los decibelios de forma casi alarmante.
***
Lo de Baltanás estuvo francamente bien. Los de La Posada se mostraron sumamente amables. La habitación, por comparación con la de Astudillo, era regia. Y a la postre no hubo tanto ruido, porque, como nos explicó el camarero moldavo que nos sirvió la cena, ayer tocaba juerga hasta las dos en la bodegas y luego en la discoteca a donde todo el mundo debía acudir con el correspondiente disfraz. Nos dijo que habíamos tenido suerte porque lo normal es que la discoteca abra a las cuatro y que hasta entonces la gente se solace por los bares del pueblo, siendo el de La Posada el más solicitado. Total que, hoy al pagar –cuarenta euros, como en Astudillo-, les he dicho a los dueños que qué lástima que no tuviesen internet. Entonces se han mirado extrañados y han exclamado al unísono, sí, sí que tenemos. Pues el camarero me dijo que no había, les he contestado. El camarero, cubano, que con la proverbial labia que caracteriza a esa gente nos había casi convencido de que es mejor para todos que no haya conexión a internet. Sabe Dios que es lo que le movería a actuar así porque lo que desde luego no me cabe en la cabeza es que no supiese que había servicio. Al final, dada la familiaridad alcanzada con los posaderos, les he preguntado por un veterinario que hubo en Liérganes que era de Baltanás. Don Pedro Cabezudo, cómo no, una celebridad en el pueblo. La calle principal le está dedicada y es que no es para menos. Él fue el fundador de la Cooperativa Quesera, la industria que más riqueza ha dado al pueblo y que exporta allende nuestras fronteras. El queso del Cerrato, quizá el mejor que se fabrica en España y acaso en el mundo. Y lo digo sin el menor asomo de sorna y el que no se lo crea que lo compre, lo pruebe y luego diga. Don Pedro, obviamente, ya murió, pero su hijo Jose Manuel vive en Baltanás. Luego, a las once y media, vendrá por aquí, me han dicho. José Manuel, o Juan Manuel, que no me acuerdo muy bien, era amigo nuestro, muy leído y gran conversador. Estudiaba físicas. No sé si las acabaría. Me hubiese gustado verle.
El caso es que lo de Baltanás es muy sintomático. La discoteca abre a diario a las cuatro de la madrugada y hasta esa hora la gente se solaza en las bodegas que, como les decía son cosa notable, aunque así, a primera vista, para uno que no sepa, parece una ciudad funeraria en la ladera de la colina. En las bodegas y los bares. En los bares que tienen todos camareros emigrantes, claro, faltaría más. Luego, ayer, todos los jóvenes sin excepción iban maquillados, disfrazados y alegres como unas castañuelas. Están en fiestas, bien es verdad, pero cuándo no lo están… en fin, esta España nuestra que no sabe uno qué pensar.
Al final, el posadero nos ha pergeñado en un papel el trayecto ideal para acercarnos hasta Peñafiel. Alguien se preguntará que por qué cuando vamos por ahí de gira nunca llevamos mapa. Bien, supongo que es cuestión de idiosincrasia. Acaso llevaba planos Cortes cuando avanzaba con sus mesnadas hacia Tenochtitlan. No, se informaba por el camino y eso le permitía enterarse de un montón de cosas que no vienen en los planos. Lo de llevar planos, perdón, es cosa de turistas y demás gente de guarda y ten. No digo ya el GPS que es el alma de los taxistas. No, los viajeros, los verdaderos viajeros, van a ciegas y se pierden por los poblados más remotos donde sin duda están las cosas más interesantes y las oportunidades más inesperadas.
Y así ha sido que después de subir a los alcores, cruzar los páramos, bajar a los valles, volver a subir, y vuelta a empezar, hemos llegado a un lugar absolutamente irrepetible, Encinas de Esgueva, donde hemos comido y tomado habitación en Casa Paco. Hemos comido como príncipes, con un vino del terroir que costaba parar. Y unas alubias y una costilla asada de verdadera antología. Y luego la preceptiva siesta. Y luego… no sé, porque el caso es que María se ha olvidado el libro que está leyendo en La Posada de Baltanás y, si alguien no se lo trae, mañana tendremos que volver allí, porque es un libro de la biblioteca municipal y además la tiene muy enganchada y, bueno, un acto fallido más con su correspondiente carga de ocultos significados. Veremos.
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