A veces, cuando hablo con mi centenaria madre, me suele decir que esto que está pasando le recuerda mucho a cuando ella era joven. Ella lee el periódico, ve la tele, da un pequeño paseo por los alrededores de su casa, pero no va a los supermercados. Claro, así uno no se puede enterar de lo que realmente pasa. No te preocupes, mamá, intento yo tranquilizarla, cuando tu eras joven mucha gente pasaba hambre y lo poco que había en las tiendas era muy caro, sólo para ricos. Ahora, por el contrario, la gente común está enferma de tanto comer de todo lo que pueden comprar por dos perras en cualquier sitio. "Me alegra que me digas eso, hijo, me tranquilizas", me suele contestar.
El caso es que sí, que si te dejas seducir por la espectacularidad de la espuma que generan las aguas estancadas cuando las agitas, entonces, digo, te entran ganas de hacer cualquier barbaridad. Me refiero a las aguas estancadas como metáfora del puto aburrimiento, ese, llamémosle sentimiento, que brota del tanto tener todas las necesidades vitales, y menos vitales, cubiertas sin para ello tener que realizar no digo ya grandes sino ni tan sólo medianos esfuerzos. ¡Dios mío, todo este tiempo libre que se me echa encima y me anega de conciencia de mí mismo! Yo mismo, una cosita insignificante que se extingue a velocidad de vértigo. Hay que hacer lo que sea para olvidarse. Construir castillos en aire. Soñar paraísos. Implementar quimeras, o sea, dárselas de listo para retrasar un poquito el inevitable estrellarse contra la dura realidad, es decir, que sólo la disciplina del esfuerzo, el que sea, nos libra de acabar siendo unos perfectos imbéciles. O perfectas, que todo hay que decirlo.
Sí, desengáñense, la disciplina del esfuerzo es lo que va quedando como única tabla de salvación. Personal y colectiva. No es que no se supiese ya desde la noche de los tiempos, pero la historia de la humanidad no ha sido otra cosa que una sucesión de charlatanismos encaminados a ocultar o dulcificar esa dura realidad. Y aún hoy persisten los intentos e, incluso, se suelen crear peligrosas burbujas, pero en cuatro días, redes sociales mediante, se pinchan y quedan en una nada ridícula de la que, al parecer, nadie formó parte.
Por cierto, qué nivelazo la campaña para la elección de Presidente de los EE.UU. de América. Qué dos candidatos. Qué difícil elección. Y no porque como tantas veces nos pasa aquí se trate de elegir el mal menor. No, en este caso es porque si uno es bueno el otro es mejor. Nunca se vio cosa igual. El mundo que viene. El del ocaso de los charlatanes.
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