Me he pasado la vida largándome de los sitios. Y, por lo general, lo hacía no sólo con gusto sino incluso con regodeo. Siempre, mientras estaba empacando, ensoñaba tiempos fabulosos por venir en las nuevas latitudes. Y no se crean que erraba, ni mucho menos: muchos de esos sueños se cumplieron y con creces. Pero, claro, todo sueño bonito tiene un despertar que suele ser amargo. Y, entonces, otra vez a empacar, y vuelta a empezar.
Y así hasta que recalé en Castilla, la Vieja y rural, la verdadera Castilla de la que ahora me voy con un sentimiento ambiguo, como de melancolía, ese estado de la conciencia que un poeta catalogó como de dulce tristura. De goce en el dolor. De masoquismo, en definitiva.
Castilla, la Vieja y rural, el último Far West donde es posible cabalgar horas y horas con las montañas siempre al fondo. El hombre hecho individuo. Solo frente a los elementos. Y, entonces, llegas a Wichita, ciudad sin ley. Y te sientas a comer en una terraza al socaire de una torre medieval. Y todo está en silencio y sólo pasa por allí el alma en pena del inocente del pueblo.
Sí, lo reconozco, me cuesta irme de Castilla. Y albergo vagas esperanzas de que algún día volveré. Porque sólo aquí, me digo, podré morir con las botas puestas.
¿Y a dónde te vas? ¿acaso vuelves a la Montaña?
ResponderEliminarPues sí, a Nueva Montaña en concreto, un barrio a las afueras de Santander. De momento.
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