Cuantos más años tengo más me voy convenciendo de que si de alguien hay que guardarse en esta vida es de esas personas que han leído dos libros y han asistido a dos conversaciones a las que no tenían derecho. Así es que, como de esas letales personas las hay por todos los lados, uno ha llegado a la conclusión que lo mejor es organizarse una vida apartada del mundanal ruido salvo, claro está, las selectivas incursiones en los campos de las afinidades electivas.
Vas por ahí, treintañero, cuarentañero, incluso cincuentañero a veces, y no paras de conocer a esa gente, tan vivida, con su cosmopolitismo y todo eso. Dando siempre a entender que saben. Que saben montárselo para sacar más provecho que otros a sus oficios. Y, por tal, con mucho tiempo libre para picotear aquí y allá. Sobre todo en lo "natural". Lo natural, un cajón de sastre en el que lo mismo cabe un roto que un descosido, excluidos, eso sí, los rotos y descosidos causados por el arte de la guerra. La guerra ni mentarla porque ellos, y ellas, tienen sentimientos naturales. Y nada menos natural que la guerra.
Me trae todo esto el recuerdo de una chica que traté cuando todavía conservaba ciertas reservas de paciencia. Era una francesa que vivía de pintar trampantojos. Y no lo hacía mal del todo. Pero en lo demás era necia a rabiar. Típica lectora de dos libros, lucía una seguridad rayana en lo ofensivo. Y, por supuesto, en todo lo referente a la salud daba ciento y vuelta a los médicos como yo. En realidad, no creo equivocarme si digo que no había para ella placer en la vida semejante al que sacaba tratando de exasperar a los médicos que se le ponían a tiro. Porque los médicos para ella eran el arte de la guerra, lo antinatural por excelencia. Demasiados estudios para cosa buena.
Por tal fue que nació su hijo por parto subacuático. La forma más natural de dar a luz. Una maravilla. Por tal fue también que se negó en redondo a vacunar a su hijo. Las vacunas, el colmo de la antinaturalidad, decía. Un negocio miserable nacido del contubernio entre la clase médica y los laboratorios farmacéuticos.
Por supuesto que a los cuatro días dejó a su hijo invacunado, e indeciblemente mal educado, en manos de su padre y se largó a vivir con un novio que conoció por la red.
Pues bien, parece ser que la idea del contubernio para la vacunación está muy extendida y cada vez son más los padres que se niegan a vacunar a los hijos. Unos padres que no sólo son unos verdaderos imbéciles sino que, además, son un peligro considerable. Porque la vacunación, como la educación, no es algo que se pueda limitar al ámbito de lo privado. Lo mismo que un mal educado es un lastre social un invacunado es un riesgo sanitario. Y por tanto no vacunar a los hijos es una insociabilidad flagrante que debiera ser penada y, no por nada, sino porque a nada que nos descuidemos vuelve a cabalgar la peste. De hecho, todo parece indicar que es a causa de esa moda antivacunación por lo que se han disparado los casos de sarampión. Una verdadera gracia.
Y todo, ya digo, porque hay demasiada gente que leyó dos libros a los que no tenía derecho.
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