Bien, pues el viernes pasado madrugué como cualquier día y una vez desayunado me puse a los mandos de mi destino. Era todavía antes de que el sol asomará por las cumbres cuando, estando yo enfrascado en las explicaciones de Walter Lewin, va y empieza a sonar el ahuyentador de pájaros de los vecinos. No habían pasado ni diez minutos y ya tenía los nervios a flor de piel. No lo dudé, cogí, agarré, me puse unas galas decentes y me fui a Palencia a buscar piso. ¡Dios, qué gloria de mercado inmobiliario! A las doce ya tenía apalabrado un ático junto a la estación. Con su terracita y todo. Y unas vistas que ya les mostraré un día de estos. Una monada a la que espero tardar en encontrar los inconvenientes. En fin, que el jueves por la tarde, cuando vuelva de Madrid, firmaré el contrato de arrendamiento.
Total, que contento como unas Pascuas por el éxito de la operación me vuelvo para casa para organizar la intendencia propia de un fin de semana con visitas. Yo, mísero de mí, confiado en que las largas conversaciones mantenidas con las fuerzas del orden hubiesen dado su fruto. Pero no, que las fuerzas a lo que se vio, o escuchó, no habían hecho sino marear la perdiz: el ahuyentador seguía allí metiendo su irritante bulla. Así que tampoco esta vez lo dudé, cancelé las visitas y me autoinvité en un lugar junto al mar.
Sábado en Laredo: agradable impresión. Había gente, pero casi no se notaba. Bueno, los eternos adolescentes vascos daban un poco el cante con sus parafernalias deportivas. Cargan como burros con tal de deslizarse un rato sobre lo que sea. A los 12 o incluso 17 años, lo comprendo, pero a los cuarenta...
Laredo. Llano, con grandes recorridos para la bicicleta. La playa apropiada para interminables paseos. Los servicios parecen los adecuados. Varios autobuses diarios que te llevan a Bilbao en media hora. En fin, un lugar al que no perder de vista. No por nada sino porque, además, la oferta inmobiliaria es de película fantástica. Allí te puedes alquilar un apartamento por poco más de dos reales y, entonces, fíjense qué bicoca, para intercambiar con Palencia. Que llueve en la costa, te vas a Palencia. Que hace calor en Palencia, te largas pa Laredo. Y todo, Palencia y Laredo, por menos de lo que te cuesta alquilar un apartamento de mierda en una gran ciudad. Aunque claro, ni de lejos se me ocultan los encantos inigualables de las metrópolis. En fin, que todo se andará si Dios quiere.
Domingo en Suances: agradable sorpresa. Sólo había estado una vez allí cuando de niño me apunté a la excursión anual que organizaba la parroquia de mi pueblo. Altamira, Santillana, Suances. Tortilla de patata y filetes empanados en caja de zapatos. Canciones regionales en los bancos colocados sobre la baca del autobús. Cincuenta y pico años hace ya. Lo que no habrá llovido.
El caso es que a Suances no se iba porque estaba maldito. Las aguas envenenadas del Besaya acababan sus días lamiendo las arenas de la playa de Suances. Mal rollo. Pues no, mira, si alguna vez existió eso, hoy día ni el recuerdo queda. Aquello está tan apañado que hasta se diría que tiene un toque francés. Su paseo marítimo, su puerto deportivo, sus dunas alfombradas de césped, su abrumadora oferta hostelera... su pequeño balneario de cuando veraneaban cuatro gatos, toda una joya de la arqueología turística de entreguerras. En su terraza nos sentamos. Atendía un chico de inconfundible look patibulario. No sólo por la escasez de dientes que exhibía al sonreír sino, también, por el pelo ensortijado y engominado que coronaba su rostro de tez cerúlea y viruelenta. Como de demasiado tiempo a la sombra fumando canutos sin parar. Pedimos cañas y unas aceitunas. Al tipo pareció extrañarle. Lo correcto sin duda hubiese sido pedir rabas como todo el mundo. Unas rabas, todo hay que decirlo, que por su aspecto y olor parecían fritas con el aceite que sobró en las bodas de Canaan. Por lo menos. Nos trajo la bebida. Las aceitunas se demoraban. Pero todo acaba por llegar. Venía el tipo todo sonriente con una fuente orlada de lechuga en cuyo centro podrían muy bien haber vertido el contenido de media docena de botes de aceitunas de los que venden en Día. ¡A dónde vas con eso, hijo!, le dijimos. No, no, llévatelo que no lo queremos. Había allí, probablemente, más aceitunas de las que yo he consumido en toda mi vida. El tipo ni chistó.
Apuradas las cañas, nos fuimos a una terraza de las que hay tras las dunas en la que ofrecían un menú de 12 €. No estuvo mal. Algo de nouvelle cuisine. Se les notaba que estaban en el trance de captar clientela. Habrá que ver porque la competencia parece allí extenuante. Y más porque la gente, mayormente, estaba sobre las dunas comiendo lo que habían traído de casa. Total, que sobre las dunas extendimos el saco y dormitamos un rato, entre todas aquellas familias, como en un acto de comunión dominguera al estilo del Jarama de Ferlosio.
Bueno, de despedida nos dimos una vuelta por los alrededores, y, sí, lo previsible, muchos desaguisados y la eterna pregunta ante tanta deconstrución del territorio: ¿cómo estará esto dentro de cuatro días? Porque no concibo esfuerzo humano capaz de mantener practicable tanta infraestructura para el ocio. En fin, que si juzgamos por las apariencias no podemos concluir sino que ¡qué trabajoso es divertirse!
Continuará.
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