El otro día pasaron un documental en ARTE sobre la guerra civil que se está viviendo en México. La narcoguerra la llaman por aquello de que una de las partes del conflicto se financia con los beneficios que produce el narcotráfico. Parece mentira, pero así es. El narcotráfico es una industria tan floreciente y produce tanto dinero que da para mantener un ejercito capaz de poner en jaque la estabilidad de un Estado tan poderoso como el mexicano.
Se vertieron a lo largo del programa muchas autorizadas opiniones sobre el problema en cuestión y sus posibles soluciones. Soluciones que casi siempre consistían en aceptar como mal menor la legalización del consumo y tráfico de lo que genéricamente se conoce como drogas. Al ser libre la circulación de estas sustancias, argumentaban, se las priva del enorme valor añadido que les proporciona la prohibición. Sin ese valor añadido, seguía el razonamiento, sería imposible enriquecerse con su tráfico. O sea, que desaparecerían las mafias y con ellas los problemas del Estado mexicano. Bueno, como hipótesis no está mal. E incluso todos sabemos que hay un país, Holanda, en el que las drogas están legalizadas hace mucho sin que se produzcan especiales problemas por ello... a no ser que se considere problema la sorprendente invasión de adolescentes de cada primavera con motivo de los viajes fin de curso que organizan las instituciones educativas de todo el continente. Pero claro, también sabemos que Holanda es el país calvinista por excelencia. Lo cual que, allí, drogado o no, tienes que andar derecho como una vela si no quieres que se te eche encima el peso pesado de la ley sin paliativos. ¡Pues menudo era Calvino!
Pero hubo uno de los intervinientes que llamó mucho mi atención. Un señor ligado a la industria del cine. Decía que lo que a él le costaba entender era el porqué de que la gente de reconocido prestigio profesional y elevado nivel de vida, o sea, que en teoría lo tiene todo, necesita consumir compulsivamente esas sustancias. En las fiestas de Hollywood a donde acuden todos esos astros del espectáculo no se para de esnifar cocaína. Y mira que esos astros, por lo general, son progresistas y están a favor del amor cósmico. Y fundan oenegés caritativas. Y adoptan a paladas a niños desnutridos. Y batallan a favor de los derechos humanos allí donde se vulneran. Pero la cocaína que no se la toquen. Y por eso es, en parte al menos, que la cocaína tiene ese prestigio social. Así que, argumentaba el tipo, si todos esos astros dejasen de esnifar, a lo mejor decrecía el prestigio de la droga y con ello su consumo, y por consecuencia, el poder de las mafias que ponen en jaque al Estado mexicano.
El consumo, un verdadero enigma. La angustia existencial. El nihilismo. O la simple y necia insaciabilidad. Cuando yo era treintañero y parecía que lo tenía casi todo, también me vi metido en eso. Y lo mejor de todo, la facilidad con la que surgían los argumentos que justificaban tan estúpida actitud. Uno se engancha de lo que sea y todos los espejos alrededor se deforman. Y no hay forma de enterarse de nada... a no ser, dijo yo, que venga Calvino con la rebaja. Pero, claro, Calvino trabaja en muy pocos sitios. Así que mucho me temo que tenemos narcoguerras para rato.
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