Cuesta creer que esté todo tan mal. Ayer mismo estábamos paseando por las callejas de un pueblo cualquiera y no parábamos de caernos de culo al contemplar semejantes mansiones que no eran ni una ni dos sino una detrás de otra a cual más ostentosa y, todo hay que decirlo, un pelín horteras. ¡Cuanto despilfarro, Dios mío! Sin duda somos primos hermanos de los del Golfo pensaba yo.
Es algo sumamente curioso y digno de la máxima atención esa pulsión irrefrenable que empuja a los humanos a supeditar multitud de posibilidades de, como diría un francés, epanouissement a la posesión de una, dos o cuantas más y más lujosas mejor, viviendas puedas. ¿Qué demonios es lo que se puede esconder detrás de esa querencia desenfrenada? ¿La ilusión de seguridad acaso? ¿O la búsqueda de un prestigio que no se puede adquirir por otras vías más rectas? Un misterio en cualquier caso que merece ser desmenuzado por la teología con al menos tanta si no más dedicación que la que se empleó para el de la Santísima Trinidad.
Porque vamos a ver, ¿tienes una casa muy guay y qué? ¿Alguien que no sea un vampiro te va a querer más por eso? ¿O que no sea un chusma te va a considerar de más valía? Y, luego, por no hablar de la cantidad de molestias que procura el adecuado mantenimiento de una de esas casas. Huelga enumerar. Una esclavitud sobrevenida al amparo de una ilusión.
Yo recuerdo haber leído, hace ya muchos años, algo sobre estas materias. Agustín García Calvo escribió un opúsculo demoledor sobre el asunto. No dejaba títere con cabeza al respecto. Una casa, venía a decir, no podrá ser nunca más que un reflejo del estado de ánimo que te señorea en cada momento. Si estás contento, cualquiera es un palacio. Sí andas, por así decirlo, jodido, cualquiera es una prisión. Bueno, convendría matizar, pero en términos generales se puede aceptar el argumento. Aunque, al poco de esta lectura, paseando un día por el barrio viejo de Zamora, tuve testimonio de las inconsecuencias del bueno de Agustín: estaba restaurando un viejo caserón a guisa de palacio. Para crear allí una especie de Academia Platónica o algo por el estilo, nos dijeron los albañiles.
Más interesantes por consecuentes son las reflexiones que encontré en una biografía de John Cage. Vívía el ilustre compositor en un estudio de veinticinco metros en New York, sin más mobiliario que un camastro, una butaca y televisor en blanco y negro. Buena gana de complicarse la vida con mezquindades domésticas, pensaba él y como tal actuaba.
No menos pedagógico es lo del cabanon de Le Corbusier. Este buen señor que no necesita presentaciones mandó al carajo su apartamento del cinquième arrondissement y se largó a vivir a una cabaña de veinte metros cuadrados a la orilla del mar. El mismo la construyó con sus propias manos.
En fin, que dicen que la cosa está fatal por estos pagos, pero aquí ni cabanones ni estudios ni leches, aquí, si no ando equivocado, quien más, quien menos, quiere dejar constancia de su procedencia linajuda por medio de una propiedad inmobiliaria de cuanto más alto standing mejor. Aunque le vaya en ello el propio epanuissement, ya digo, que, a falta de realidades, apariencias mandan.
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