No tengo ni idea en qué consiste el juego de chapas. Lo único que sé es que cuando llega la Semana Santa no se habla de otra cosa por estos pueblos del norte castellano. ¿Has ido a las chapas?, le preguntaba un cliente al camarero del restaurante La Cañada de Fuencaliente al que fuimos ayer a comer. Y cuando paseaba por el monte con los proscritos, en llegando estas fechas, no tenían otro tema. Quién había ganado, quién había perdido. Y las cantidades, por lo general astronómicas teniendo en cuenta lo precario de las economías de la zona.
Yo ya sabía de la existencia de las chapas largo ha. Desde mis tiempos de estudiante en Valladolid. Valladolid, famoso por sus procesiones y sermones de las siete palabras. Pero de todos era sabido que la realidad más candente de la Semana Santa vallisoletana se encontraba detrás de las puertas entornadas de los bares. Allí, al parecer, la gente se estaba jugando hasta la camisa.
Gente de vida ordenada y anodina, por lo general creyente, que, quizá, al ver lo que le está pasando a Cristo, llegan a la conclusión de que también ellos necesitan emociones fuertes. Y ninguna tan fuerte como poner en riesgo la economía familiar. Pero no sólo es eso. También, supongo, contará el ansia de protagonismo. Como Cristo, una vez más. Sí gana, suscitará la envidia o admiración de la comunidad. Si pierde, la compasión . En cualquier caso, ser alguien por un día. Como Cristo.
Inextricable psique del ser humano. Por grande que sea su apariencia de estabilidad, parece ser que le cuesta vivir sin recurrir a un cierto grado de pulsión suicida. Como si necesitase afrontar riesgos para tomar conciencia de sí mismo. Y por eso será, digo yo, que cuando no hay riesgos en el horizonte, se los inventa.
Las chapas, el juego, bonita forma de emular la inmolación divina para la redención de los pecados del mundo.
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