De Alar a Frómista con parada y fonda en Melgar.
Serían las once cuando nos echamos a la carretera. Un ligero viento del nordeste nos facilitaba el pedaleo. El sol se asomaba a ratos, siempre entre nubes de cariz amenazante. Había poco tráfico por la antigua general que seguimos hasta Herrera. Allí, torcimos a la izquierda, cruzamos el Pisuerga, luego el Canal de Castilla y, unos cien metros más allá giramos a la derecha para tomar la carreterita que se dirige al sur bordeando todo el rato el río Pisuerga. Por el barro que invadía la calzada se podía inferir que las horas precedentes habían sido inusitadamente lluviosas. También lo atestiguaba el verdor de los trigales. Nunca había visto frondosidad semejante.
Terreno llano con alguna pequeña colina que salvar. Hinojosa, Zarzosa, siempre de Riopisuerga. En Zarzosa paramos para un pequeño refrigerio que llevábamos en las alforjas. La plaza estaba llena de niños jugando según su sexo y condición. Fútbol y muñecas. Los del fútbol nos dijeron que llegar a Melgar estaba chupao. Veinte kilómetros o así.
Seguimos ruta. Las colinas se hicieron algo más costosas de salvar, pero poca cosa. Los horizontes, cada vez más lejanos. El cielo con intermitencias de sol y negros nubarrones. Por el norte se les veía descargar con ganas. Castrillo de Riopisuerga, Rezmondo. Las eras ya iban tomando proporciones de Medio Oeste americano. La impresión de riqueza era considerable. Valtierra de Riopisuerga. Subir y bajar colinas como curvas de mujer. Cada vez más pegados al río, las ermitas y las granjas anuncian ya la proximidad de la gran aglomeración. A la vuelta de una curva la imponente silueta de la iglesia de la Asunción. ¿Pero a dónde van con eso? Si es sólo un pueblo. Un pueblón si quieren. Y con el nombre más campanudo de toda la geografía nacional. Melgar de Fernamental. Con resonancias de caballero de la Tabla Redonda.
El Sábado de Gloria, a la hora del vermut, Melgar es una fiesta. Pandillas endomingadas entran y salen de los bares para cumplir con el rito. Es la España eterna. Risas, bromas, jolgorio. A la entrada de la plaza nos sale al paso una mesonera ofreciéndonos comida y acomodo para las bicicletas. Aceptamos. Nos sentamos en la terraza con vistas a la plaza. Buena comida, inmejorable atención. El café, diez. Cae un chaparrón y corren los toldos para que podamos continuar recreándonos con el espectáculo. Ese centro cultural en el medio de la plaza con hechuras de iglesia, pero también de logia masónica, o, si se quiere, por el estilo de los soportales que le flanquean, de academia platónica. La alameda de plátanos entrelazados, los bancos de diseño. Todo peatonal. Un pueblo hermoso y, eso, a pesar de que el caserío es más bien pobretón.
Salimos de Melgar por la carretera que lleva a Castrogeriz. El futuro se presenta incierto. Una panza de burro gigantesca está descargando un poco más allá. Dudamos. Parece que se aleja. Decidimos aventurarnos. Cuatro kilómetros hasta Arenillas de Riopisuerga. Torcemos a la derecha y buscamos la iglesia para sestear un rato en su atrio. El atrio tiene el candado echado, pero delante hay dos bancos de hierro que nos vienen como de molde para lo que nos proponemos. Descansamos un rato y seguimos camino. Terreno llano, trigales hasta el horizonte, choperas por el lado del río. En Palacios de Riopisuerga se gira a la derecha para ir a cruzar el río por un puente medieval tan bien restaurado que parece un parque temático. A la salida del puente, Lantadilla. Lantadilla rezuma prosperidad. Nos dicen que apenas quedan veinte kilómetros para Frómista. Las panzas de burro amenazan por los cuatro costados. Se las ve descargar con alegría, pero nos están respetando. Hasta llegar a Requena de Campos en donde nos ponemos asubio en una nave llena de aperos de labranza. Dura poco el chaparrón. Seguimos camino.
Siete kilómetros a Frómista y casi todo cuesta abajo. No tardamos en llegar. Antes de entrar al pueblo descansamos un rato junto a la Ermita del Otero. Desde luego que en pocos lugares se ven sitios tan paradisiacos y tan solitarios como en estos pueblos de Castilla. Vamos para el pueblo. Se ven peregrinos, pero no exagerado. Damos unas vueltas y tomamos un café con pastas. Vamos a la estación para tomar el tren de regreso a casa. En la estación hay tertulia supervisada por el discapacitado mental del pueblo, un viejo conocido de anteriores incursiones en el territorio. El nos pone al tanto de todo lo concerniente a la llegada del tren. Porque esas estaciones ya no tienen factor que las sirva. Subimos al tren con las bicicletas. No eramos los únicos ciclistas. Antes de bajarse en Herrera le preguntaron al factor si eran muchos los ciclistas que tomaban el tren. Demasiados para mi gusto, respondió el tipo. Cinco minutos después, nos apeamos en Alar.
En definitiva, sesenta kilómetros de carreteras llanas perfectamente asfaltadas en los que nos cruzamos con unos diez coches. Lo demás, lo dicho.
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