Hacía años que algo no me enganchaba tanto a la pantalla del televisor. Para ser sincero, confesión de flaquezas incluido, les diré que no me sentía así desde aquellos maravillosos años cuando me fumaba un canuto antes de sentarme a ver un capítulo de "Los gozos y las sombras" o "Retorno a Brideshead" o "Dr. en Alaska" o uno de esos breves entremeses peligrosamente desternillantes como "Frasier" o "Bad men behaving badly". Bueno, les podría dar otras cuantas citas sin por ello despeinarme, porque si a algo he sido adicto en esta vida es a las series televisivas. He sido y sigo siendo porque la calidad del material no cesa, a mi juicio, de mejorar. Lo comentaba el otro día con Pedro a propósito de un capítulo de "Mad men" que acabábamos de ver. Las series televisivas le quitaron la primacía al cine porque retoman uno de los momentos estelares de la creación artística, el de la novela del XIX, la comedia humana y todo eso. La descripción minuciosa de la realidad sin obviar ángulo de visión alguno. Destripan todo lo que tocan, eso sí, con la natural elegancia de los cirujanos preciosistas. En fin.
Así que, como les decía, empecé a trompicones anteanoche, no por nada sino porque tenía compañía, pero anoche, vuelto a mis soledades, me enganché a las 20,40 y, salvo intermedios para pisar, no me moví hasta las doce. Me hervía la cabeza. ¡Dios, qué intensidad! Cóctel de amor y masacre a dosis de alma rusa servido en copa berlinesa. El Berlín eterno de "Cabaret" y "El Ocaso de los Dioses". No les digo más porque si la quieren ver lo pueden hacer en la página de ARTE.TV. Por lo demás, un servidor se va a abstener esta noche, tercera entrega, por si las moscas. No vaya a ser que me estalle el coco.
Por cierto, anoche dormí como dicen que lo suelen hacer los ángeles. Ya se me había olvidado que pudiera ser así. ¡Qué cosas tiene la vida!
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