jueves, 24 de noviembre de 2011

Chilaquiles


Como iba con tiempo me apeé en la Plaza de Castilla y fui al VIPS que hay allí al lado a hacer eso que llaman brunch,porque apenas había desayunado y a la hora de comer iba a estar cruzando las llanuras castellanas a doscientos cincuenta kilómetros por hora. Me atendió una chica mejicana muy amable. Ella fue la que me dijo que mejor que un café con leche pidiese una coca-cola. Y menos mal que le hice caso, porque me disponía a hincarle el diente  a unos chilaquiles que no vean lo picantes que estaban. Me hicieron sudar más que la subida al Curavacas. Pero me alegré de haber hecho esa elección porque al final de todo me quedó una especie de relajo como de sauna. No tuve que hacer ningún esfuerzo para quedarme allí contemplando como se pasa la vida, como se viene la muerte, hasta la hora del tren.


Si me dan a elegir una fecha para visitar Madrid no dudaría en elegir estos finales de noviembre. Digamos que es cuando la ciudad se parece más a si misma, más que nada porque es cuando el turismo en vez de horda pestilente deviene en simple detalle pintoresco; uno más. Y así, entre una densidad llevadera, una temperatura ideal para pasear, la luz de marras o Velazqueña que le dicen, la extrema diversidad de la oferta y, en fin, que uno tiene recuerdos ligados a aquellas piedras... no sé, pero cuando estoy en Madrid es como si estuviese en el mundo.



En el mundo, sí, pero un mundo de genio y figura. Y no tiene pinta de ceder. ¿Anarquía, dicen? Nunca vi orden más perfecto y espíritus más sosegados. Oficiaba Dña. Manolita. A las ocho de la mañana cuando he salido a desayunar ya eran legión los que esperaban a la puerta de su establecimiento. Luego, a media mañana, la cola subía por Mesonero Romanos, torcía por la calle Abada, llegaba a la Gran Vía, torcía a la izquierda hasta Callao, bajaba por El Carmen a la sombra del FNAC al que bordeaba para subir luego por Preciados hasta Callao otra vez. Y ni un mal gesto, ni una palabra más alta que la otra. Todos esperaban pacientes, como rumiando pensamientos con sabor a paraíso. ¡Dios, si me toca...!

6 comentarios:

  1. Seguro que la mayor parte de la gente que estaba haciendo cola eran jubiletas, ese grupo de privilegiados que van a ser los únicos que, según Mariano, tienen bula para librarse de la crisis. No sé si te acuerdas de aquella entrevista con Steiner en la que decía que la próxima gran guerra sería la de los jóvenes contra los viejos...

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  2. No creas, era de lo más heterogénea. Por así decirlo muy multiétnica.


    Creía que el que había dicho eso era Martin Amis. Lo que seguro es de Amis es lo de las máquinas expendedoras de cócteles letales en todas las esquinas. Para uso de jubiletas, por supuesto.

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  3. Qué curioso que la sociedad multicultureta sea la que acabe salvando la Lotería Nacional. Recuerdo que mi abuela y sus amigas eran unas entusiastas de ella (y de los ciegos: cuando veía a uno no se podía reprimir de decirme "vamos a hacer una buena obra", lo llamaba y le compraba un décimo, que por lo que yo sé nunca le tocó). No he conocido a mucha gente de la generación de mis padres con pasión por la lotería -bueno, uno o dos-, y de la mía a nadie, por eso suponía que acabaría por el mismo camino de consunción natural que las corridas de toros, el circo y algún arcaísmo más.

    Por cierto, hablando de los vendedores del cupón de los ciegos, no sé si conociste a uno que estaba casado con una señora muy obesa, que vivía en una pensión de al lado de la Plaza mayor y que solía sentarse a leer el periódico en una de sus terrazas. Una vez salió en un capítulo de "Vivir cada día" y alucinamos porque usaba un lenguaje socio-económico-politiquero que ríete de un ministro de hacienda. Desde entonces pensábamos que debía de ser algo raro, como un espía tipo James Bond a sueldo de Moscú. No sé...

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  4. Sí, hay etnias cuyo enganche al juego es proverbial. Aquí, cerca de casa, hay un bar con ciertas ínfulas llamado "los hijos de Gelín" -el "Gelín", de toda la vida, está enfrente-. Bien, pues siempre que paso por allí veo que en la máquina tragaperras que hay camuflada en una esquina está un chino venga y dale al manubrio. Debe ser un empleado de un Wok que hay unos metros más allá. Y los del Este no veas. Y a los andinos no les pierdas de vista. Y si bien lo consideramos no es difícil entenderlo. Tener un décimo en el bolsillo te permite soñar paraísos con un fundamento remoto, pero fundamento al fin y al cabo. A mí me ha pasado las escasas veces que he jugado. Y no hay que ser un desgraciado para lanzarte a esas supercherías. Basta con que andes un poco bajo de forma para que, a falta de otro más racional, tires de ese remedio. Porque, además, el esfuerzo es nulo.

    Por cierto, recuerdo ahora a una amiga de Vitoria cuya madre estaba muy preocupada porque el día que se muriese iban a ir a su entierro miles de ciegos y se iba a descubrir el pastel. La mujer, propietaria de una famosa tienda de antigüedades -Baroja la citaba en una de sus novelas- no podía ver a un ciego sin aproximarse a comprarle un cupón. Gastó una verdadera fortuna en ese juego inocente.

    En cualquier caso, lo que últimamente me tiene obsesionado es la enorme potencia social que sigue teniendo el pensamiento mágico. En todos los órdenes de la vida. Incluso se diría que cuando más se racionaliza por arriba, más superchería hay por abajo. Y, luego, también, que el tinglado económico que nos sustenta se sustenta a su vez en ese pensamiento mágico que hace a la gente salir corriendo a comprar todo lo que es de colores. En fin, para pensar.

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  5. Aquí hay un tipo de tragaperras que se llama "pachinko". Aunque a lo mejor sabes el funcionamiento, para porsi, te lo cuento. Uno se compra un puñado de bolas de acero y las va metiendo por un agujerito de la parte superior de la máquina: algo así como la máquina del millon que nos hacíamos de chicos. Como está prohibido el juego por dinero, te dan regalos o vales o cosas así. Sales a la calle y a una mínima distancia hay una taquilla donde te "compran" los regalos a un precio ya determinado. Los garitos son como algún infierno que ni Dante podría haber imaginado: humo espeso cual niebla londontarra, ruido de concierto roquero, unas mozas que reparten gratis latas de café para que la fiesta no decaiga. Fui una vez con un estudiante y tardé uno o dos minutos en gastarme unos cuantos yenes. Cogí una bolita del suelo (algunos no se molestan en recoger una si se les cae), gané algo y me tiré otra media hora con el producto. No he vuelto a pisar.

    Cuando le pregunto a mis amigas viciosas del invento -solo conozco a mujeres que lo son- me dicen que es como el zen, que uno se pone a darle a la manivela y se olvida del mundo, entra en el nirvana. Me han contado que hay gente que se gana la vida con este vicio. Para ello dedican una media de ocho horas al día, tanteando las máquinas, probando suerte y tal. No puedo concebir trabajo más cutre; trabajar en la caña de azúcar no puede ser tan duro. Por lo menos te da el aire (y con un poco de suerte te condecora Fidel)...

    Lo de los entierros tiene su cosa. Al del abuelo de una amiga mía, para escándalo de la concurrencia, fueron todas las putas de Salamanca: era el especialista del ramo que las atendía en sus enfermedades profesionales y las trataba como a reinas, según me dice. Asegura también mi amiga que, curiosamente, por el contrario que la mayoría de sus amigos, nunca se fue de putas. Supongo que aplicaba el refrán de la olla y eso.

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  6. Pachinko. Poco a poco vamos aprendiendo palabras en japonés. Es curioso las pocas que sabemos siendo un país que ha dado tanto al mundo. Aunque a veces utilizamos algunas sin saber que vienen de allí. El otro día me enteré de una en en el magnífico blog de Pandora Rebato, "La cama de Pandora". Decía: "Yo no tengo nada en contra del "bukkake" ni de nada que venga del Japón (salvo el "harakiri),..."

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